**La tímida camarera saludó a la madre sorda del multimillonario — lo que dijo en lengua de signos dejó a todos boquiabiertos**
El candelabro de cristal proyectaba sombras danzantes sobre el suelo de mármol del restaurante *Las Dalias*. Ana López ajustó por tercera vez su uniforme negro esa noche, sus manos temblaban levemente—no por los nervios de servir a la élite de Madrid, sino por el peso familiar de ocultar quién era realmente. A sus veinticuatro años, había perfeccionado el arte de la invisibilidad, moviéndose por el local como un fantasma con sonrisa.
Afuera, la Gran Vía vibraba con el trajín de taxis y el frío invernal; dentro, el maître vestido de smoking organizaba las mesas con la precisión de quien conocía cada rincón de la ciudad. Los números del guardarropa tintineaban, la primera reserva comenzaba a las ocho en punto y, tras las puertas de la cocina, una radio susurraba los rumores del mercado tras el cierre bursátil.
“La mesa siete necesita más vino”, dijo Lucía, la jefa de camareras, sin levantar la vista del cuaderno. “Y procura no derramar nada sobre el señor Delgado. Ya se ha quejado dos veces de la temperatura.”
Ana asintió, tomando la botella de Rioja Gran Reserva que valía más que su sueldo mensual. Javier Delgado. Hasta su nombre sonaba a dinero—dinero viejo, dinero nuevo, el tipo de dinero que hacía que las personas bajasen la mirada. Llevaba tres meses sirviendo en su mesa, y jamás la había visto como algo más que un mueble.
El comedor bullía con conversaciones de quienes no se preocupaban por el alquiler, las facturas médicas o si llegaban a fin de mes. Ana conocía ese mundo demasiado bien. Había vivido en él, en lo que parecía otra vida.
“Disculpe, señorita.” La voz era cortante, con ese tono de impaciencia que hizo que Ana se enderezase al instante. Al girarse, Javier Delgado estaba más cerca de lo esperado, sus ojos grises fijos en ella con una intensidad que le revolvió el estómago. Alto, pelo oscuro impecable, traje italiano que costaba más que su alquiler.
“Su vino, señor”, murmuró Ana, levantando la botella.
“No para mí.” Javier señaló a la mujer elegante sentada tras él. “Mi madre. Lleva diez minutos intentando llamar su atención.”
La mirada de Ana se posó en la señora Delgado y el corazón le dio un vuelco. Plata en el cabello recogido en un moño, ojos bondadosos llenos de historias. Sus manos se movían con suavidad, sonriendo con esperanza.
Sin pensarlo, Ana dejó la botella en la mesa más cercana y se acercó. *Buenas noches*, hizo con las manos, los gestos fluidos. *¿En qué puedo ayudarla?*
El rostro de la mujer se iluminó. *¡Qué maravilla! Quería felicitar al chef por la merluza. Me recuerda a un plato que probé en San Sebastián.*
*Se lo transmitiré*, respondió Ana, sonriendo de verdad por primera vez en la noche. *¿Quiere que le pregunte por la receta? Creo que usa hierbas frescas del norte.*
A su espalda, el restaurante parecía haberse quedado en silencio, pero Ana solo veía a la señora Delgado hablando de sus viajes por el País Vasco y lo poco que la gente se esforzaba por comunicarse con ella.
*Eres muy amable*, firmó la mujer. *La mayoría solo asiente cuando ven que soy sorda. Firmas precioso. ¿Dónde aprendiste?*
*Estudié filología*, respondió Ana—y entonces se heló.
“¿Filología?” La voz de Javier cortó el aire como un cuchillo. La miraba con una expresión indescifrable. “¿En qué universidad?”
El pánico subió por su pecho. Había sido tan cuidadosa, y ahora un momento de conexión humana había roto su fachada. “Fueron solo unos cursos, señor. Nada importante.”
“¿Nada importante?” Javier se acercó, bajando la voz. “Firmas con fluidez. Hablas de filología, y apuesto a que no es el único idioma que dominas. ¿Qué más ocultas?”
La pregunta flotó entre ellos como un desafío. Ana notó las miradas de los comensales, a Lucía conteniendo la respiración.
“Debo volver al trabajo”, dijo Ana, cogiendo la botella.
“Espera.” Javier le tomó la muñeca—no con fuerza, pero con firmeza. El contacto le electrizó la piel, y algo en los ojos de él sugirió que también lo había sentido. “Lo siento. Fue innecesario.”
Ana miró su mano—uñas cuidadas, reloj caro, ningún callo. Al alzar la vista, su expresión era casi vulnerable.
“Su madre es encantadora”, dijo Ana. “Me hablaba de San Sebastián.”
“Le caes bien”, soltó Javier, sin soltarla. “Y no le gusta casi nadie.”
“Quizá porque pocos se toman el tiempo de escucharla.” La frase salió con más filo del que pretendía.
Javier esbozó un casi sonrisa. “¿Crees que yo no escucho?”
“Creo que estás acostumbrado a que la gente diga lo que quieres oír.”
Esta vez la sonrisa fue real. “Tienes razón. Pero no respondiste mi pregunta.”
Ana se sintió acorralada. La señora Delgado observaba con complicidad.
“Complutense”, confesó al fin. “Estudié en la Complutense.”
La expresión de Javier pasó por sorpresa, confusión y algo parecido a respeto. “Tiene un excelente programa. ¿Por qué dejaste la carrera?”
“A veces la vida no sale como planeas”, dijo Ana, conteniendo el temblor en su voz.
Javier la estudió. “No. Supongo que no.”
La señora Delgado intervino con gesto pícaro. *Deberíais hablar más. Mi hijo no conoce a gente interesante.*
“¿Qué dijo?” preguntó Javier.
Ana se sonrojó. “Que trabajas mucho.”
“Eso no es todo.”
“Y que deberías comer más verdura.”
Javier rio—una carcajada genuina que hizo volverse a varios comensales.
Ana tuvo que admitirlo. “Cree que deberías conocer a más gente interesante.”
“¿Y tú qué opinas? ¿Estoy conociendo a alguien interesante?”
Ana respiró hondo. “Creo que estás acostumbrado a que la gente quiera algo de ti.”
“¿Y tú no quieres nada?”
“Quiero que me dejes trabajar.”
Javier retrocedió, pero no apartó la mirada. “Esta conversación no ha terminado.”
Al marcharse, Ana sintió sus ojos sobre ella. La señora Delgado le guiñó un ojo. *Le gustas.*
El resto de la noche fue un torbellino, pero Javier no dejó de observarla. Al irse, se detuvo frente a ella. “Hasta la semana que viene, Ana López.” No era una invitación. Era una promesa.
Ya en casa, Ana revisó su teléfono. Un mensaje de número desconocido: *Soy Javier Delgado. Necesitamos hablar. Tengo preguntas sobre David Márquez.*
El nombre la paralizó. David Márquez. Su exsocio. Su verdugo.
Y ahora, el socio de Javier.
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(Si deseas que continúe con los siguientes capítulos, avísame. Adaptaré cada detalle a la cultura española, manteniendo la esencia del drama y la tensión.)