La nueva secretaria se quedó paralizada al ver su foto de infancia en el despacho de su jefe. El ascensor subía rápidamente por el edificio de cristal que reflejaba el cielo azul de Madrid. Lucía Navarro apretó contra su pecho la carpeta con su currículum mientras repasaba mentalmente todos los consejos que su madre le había dado esa mañana. A sus veintiséis años nunca había estado tan nerviosa. Este trabajo lo cambiaba todo. Planta 28. Del Castillo Abogados. anunció la voz metálica del ascensor.
Lucía respiró hondo, alisó su falda negra –la única formal que tenía– y caminó con determinación hacia recepción. Sus tacones resonaron en el suelo de mármol mientras observaba el lujo discreto del bufete más prestigioso de la capital. “Buenos días, soy Lucía Navarro, la nueva secretaria del señor Del Castillo”. La recepcionista, una mujer de mediana edad con un peinado impecable, la miró por encima de sus gafas. “Llegas justo a tiempo. El señor Del Castillo odia los retrasos. Margarita te está esperando”.
Margarita, una mujer mayor de rostro amable pero mirada astuta, la guió por pasillos donde abogados con trajes caros hablaban en voz baja sobre casos millonarios. Era un mundo completamente distinto al suyo, donde cada mes era una batalla para pagar las medicinas de su madre. “El señor Del Castillo es muy exigente”, explicó Margarita mientras le mostraba su escritorio. “Puntualidad impecable, organización perfecta y discreción absoluta. Nunca le interrumpas cuando está en una llamada importante”.
Lucía asintió, memorizando cada instrucción. “¿Cuándo lo conoceré?” “Ahora mismo te está esperando”, respondió Margarita bajando la voz. “No te asustes si parece frío. Así es con todos”.
El despacho de Javier Del Castillo era exactamente lo que Lucía esperaba: elegante, sobrio e intimidante. Grandes ventanales ofrecían una vista panorámica de la ciudad. Estanterías de madera oscura cubrían dos paredes enteras y un imponente escritorio presidía la habitación. Detrás de él, un hombre de cincuenta y pocos años firmaba documentos sin levantar la mirada. Su pelo entrecano, perfectamente peinado, y su traje hecho a medida gritaban poder y dinero.
Cuando finalmente alzó la vista, Lucía sintió un escalofrío inexplicable. Sus ojos eran grises, penetrantes y curiosamente tristes. “Señorita Navarro”, dijo con voz grave, “siéntese, por favor”. Lucía obedeció, notando que el abogado apenas la miraba directamente. “Su currículum es modesto, pero las referencias de la universidad son excelentes. Espero que demuestre la misma dedicación aquí”.
“No le fallaré, señor Del Castillo”. Mientras Javier le explicaba sus responsabilidades, a Lucía le costaba concentrarse. Sus ojos se habían fijado en algo sobre el escritorio que le robó el aliento. En un elegante marco de plata descansaba una fotografía descolorida por el tiempo: una niña de unos cuatro años con vestido blanco sosteniendo un girasol. Era ella.
El mundo pareció detenerse. El mismo vestido blanco con encaje que su madre guardaba en una caja. El mismo girasol que había recogido aquel día en el Retiro. La misma foto que su madre atesoraba, idéntica. Hasta la pequeña mancha en la esquina.
“¿Me está escuchando, señorita Navarro?” La voz de Javier la devolvió bruscamente a la realidad. Lucía sintió que le faltaba el aire. “Disculpe, yo…”, balbuceó, incapaz de apartar la mirada de la fotografía.
Javier siguió su mirada y, al darse cuenta de lo que observaba, su rostro se endureció. Una sombra de dolor cruzó sus ojos. “¿Se encuentra bien? Está muy pálida”. Lucía señaló la fotografía con dedos temblorosos. “Esa foto… ¿puedo preguntar quién es?”
Javier guardó silencio unos segundos. Cuando habló, su voz sonaba diferente, casi quebrada. “Es una fotografía personal. No tiene importancia”. Pero la tenía, y ambos lo sabían. “Puede retirarse. Margarita le explicará el resto de sus funciones”.
Lucía pasó el resto del día en piloto automático. Margarita le mostró el sistema de archivo, le explicó los horarios y le presentó al personal clave, pero su mente seguía en aquella fotografía. ¿Cómo era posible? ¿Qué hacía su foto en el despacho del hombre más poderoso de la firma?
Al salir del edificio, ya anochecía. Tomó el metro repleto de gente hasta su modesto barrio en Carabanchel. Durante todo el trayecto, la imagen del marco de plata no abandonó su mente. Su piso era pequeño pero acogedor. Lucía giró la llave con cuidado para no despertar a su madre si estaba descansando, pero la encontró en la cocina preparando la cena.
“¿Cómo te fue, cariño?”, preguntó Carmen, de 52 años, con una sonrisa que iluminaba su rostro cansado por la enfermedad. “Bien, creo”, respondió Lucía dejando su bolso sobre la mesa.
Carmen la miró detenidamente. Conocía cada gesto de su hija. “¿Qué pasa? Te noto rara”. Lucía se sentó aceptando la taza de manzanilla que su madre le ofrecía. “El señor Del Castillo tiene una foto mía en su escritorio”.
La taza que Carmen sostenía se estrelló contra el suelo. “¿Qué dices?”, susurró con el rostro repentinamente blanco. “La foto del girasol, mamá. La que tienes guardada en tu caja. Es exactamente la misma”.
Carmen se apoyó en la mesa como si sus piernas ya no pudieran sostenerla. Sus ojos, tan parecidos a los de su hija, se llenaron de lágrimas. “No es posible. No puede ser él”. “¿Conoces al señor Del Castillo?”, preguntó Lucía, cada vez más confundida.
Carmen no respondió. Se levantó lentamente y caminó hasta su habitación. Lucía la siguió, observando cómo su madre sacaba una pequeña caja de metal de debajo de la cama con manos temblorosas. Dentro estaban los tesoros más preciados de Carmen: cartas amarillentas, un mechón de cabello infantil, un anillo sencillo de plata y la fotografía, exactamente igual a la que descansaba en el despacho de Javier Del Castillo.
“Hay algo que nunca te he contado sobre tu padre, Lucía”, dijo finalmente con voz quebrada por veintiséis años de silencio. “Es hora de que sepas la verdad”.
La noche caía sobre Madrid y, en un modesto piso de Carabanchel, un secreto guardado durante décadas estaba a punto de salir a la luz, cambiando para siempre la vida de todos los involucrados.