La secretaria se queda helada al descubrir su foto de niña en el despacho del jefe

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La nueva secretaria se quedó paralizada al ver su foto de infancia en el despacho de su jefe. El ascensor subía a toda velocidad por el rascacielos de cristal que reflejaba el cielo azul de Madrid. Lucía Álvarez apretaba contra su pecho la carpeta con su currículum mientras repasaba mentalmente los consejos que su madre le había dado esa mañana. Nunca en sus veintiséis años había estado tan nerviosa. Este trabajo lo cambiaba todo. “Piso 42. López e Hijos Abogados”, anunció la voz metálica del ascensor.

Lucía respiró hondo, alisó su falda negra -la única formal que poseía- y caminó con determinación hacia recepción. Sus tacones resonaban en el mármol mientras observaba la discreta elegancia del bufete más prestigioso de la capital. “Buenos días, soy Lucía Álvarez, la nueva secretaria del señor López”, dijo con una seguridad que no sentía. La recepcionista, una mujer entrada en años con un moño impecable, la miró por encima de sus gafas. “Llegas justo a tiempo. El señor López no tolera retrasos. Consuelo te está esperando.”

Siguió a Consuelo, una mujer mayor de rostro amable pero mirada astuta, a través de pasillos donde abogados con trajes carísimos discutían casos millonarios en voz baja. Era un mundo completamente ajeno al suyo, donde cada mes era una batalla para pagar las medicinas de su madre. “El señor López es muy exigente”, explicó Consuelo mientras le mostraba su escritorio. “Puntualidad absoluta, organización perfecta y discreción total. Jamás lo interrumpas en llamadas importantes.”

La oficina de D. Javier López era exactamente lo que Lucía esperaba: elegante, sobria e intimidante. Grandes ventanales ofrecían vistas panorámicas de Puerta del Sol. Estanterías de roble oscuro cubrían dos paredes completas y un monumental escritorio presidía la estancia. Detrás de él, un hombre de 54 años firmaba documentos sin levantar la vista. Su pelo entrecano, peinado con precisión, y su traje a medida gritaban poder y dinero. Cuando finalmente alzó la mirada, Lucía sintió un escalofrío inexplicable. Sus ojos verdes, penetrantes y extrañamente tristes, la traspasaron.

“Señorita Álvarez”, dijo con voz grave, “siéntese, por favor.” Mientras obedecía, notó que el abogado apenas la miraba directamente. “Su currículum es modesto, pero las referencias de la universidad son excelentes. Espero esa misma dedicación aquí.” Mientras Javier comenzaba a explicarle sus funciones, la mirada de Lucía se fijó en algo sobre el escritorio que le cortó el aliento. En un marco de plata descansaba una foto descolorida: una niña de unos cuatro años con vestido blanco sosteniendo un girasol. Era ella. La misma foto que su madre guardaba como un tesoro, idéntica hasta el pequeño rasguño en la esquina.

“¿Me escucha, señorita Álvarez?” La voz del abogado la devolvió bruscamente a la realidad. Lucía sintió que le faltaba el aire. “Disculpe, es que…” balbuceó, incapaz de apartar los ojos de la fotografía. Javier siguió su mirada y su rostro se tensó. Una sombra de dolor cruzó sus ojos. “¿Se encuentra bien? Está pálida.” Lucía señaló la foto con dedos temblorosos. “Esa foto… ¿puedo preguntar de quién es?”

El silencio se hizo denso. Finalmente, Javier habló con voz quebrada: “Es algo personal, sin importancia.” Pero ambos sabían que mentía. “Puede retirarse. Consuelo le explicará el resto.” Lucía pasó el día en piloto automático, su mente atrapada en esa foto imposible.

Al salir, ya anochecía. Tomó el metro abarrotado hasta su modesto barrio en Vallecas. Su madre, Elena, la esperaba en la cocina. “¿Qué pasó, cariño? Te veo rara.” Lucía lo contó todo. La taza que sostenía Elena se estrelló contra el suelo. “No puede ser él”, susurró pálida como el papel. Sacó una caja metálica de bajo la cama. Dentro yacían cartas amarillentas, un mechón de pelo infantil y la misma foto. “Hay algo que nunca te conté sobre tu padre, Lucía. Es hora de que sepas la verdad.”

Aquella noche, en un piso humilde de Vallecas, un secreto guardado durante décadas salió a la luz. “Tu padre no murió, Lucía. Tu padre es Javier López.” El mundo de Lucía se desmoronó. “¿Cómo pudo abandonarnos?” Elena explicó entre lágrimas: trabajaba como empleada en la mansión de los López cuando se enamoraron. Al quedar embarazada, Verónica, la esposa de Javier, la amenazó: si no desaparecía, arruinaría la carrera de Javier. Él eligió su posición social antes que a ellas.

Pero ahora trabajaban bajo el mismo techo. Lucía decidió quedarse, necesitaba el dinero para el cáncer de su madre y ansiaba descubrir por qué Javier conservaba esa foto si las había abandonado. Las semanas siguientes fueron un tira y afloja. Lucía demostró ser excepcional en su trabajo, ganándose gradualmente la confianza de Javier. Mientras, Verónica orquestaba sabotajes contra ella, celosa de su cercanía con su marido.

El conflicto estalló cuando Verónica descubrió la verdad y la acusó de mentirosa igual que su madre. En una tensa confrontación ante los socios del bufete, Javier defendió a Lucía. La prueba de ADN confirmó la verdad: era su hija. Verónica contraatacó con una campaña de difamación contra Elena en los medios, pero Consuelo, la secretaria veterana, encontró pruebas definitivas: documentos que demostraban que Verónica había interceptado todas las cartas de Elena durante años.

En una dramática conferencia de prensa, Javier desenmascaró las mentiras de su esposa. Seis meses después, divorciado y habiendo dejado el bufete principal, Javier se reunía regularmente con Lucía y Elena en Cuernavaca, donde Elena se recuperaba del cáncer con los mejores tratamientos. Lucía inició su propio despacho ayudando a madres solteras, mientras Javier la apoyaba con su experiencia.

Una tarde, mientras cenaban los tres en la terraza, Lucía preguntó finalmente: “¿Por qué guardaste mi foto todos estos años si no sabías quién era?” Javier respondió: “Tal vez mi corazón supo lo que mi mente ignoraba.”

Elena tomó sus manos. “Lo pasado pasado está. Lo importante es que ahora somos una familia.” Bajo el cielo estrellado de Cuernavaca, tres vidas rotas se habían unido en un final inesperado, tan luminoso como un campo de girasoles al mediodía.

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