**Capítulo 1: La Máscara**
¿Sabes a qué huele pasar tres días en una furgoneta de vigilancia? A café frío, pizza recalentada y puro nerviosismo.
Me llamo Javier. Para el mundo, o al menos para esta parte de Madrid, yo era “Javi”, un mandadero de poca monta para una red de distribución. Llevaba una semana sin afeitarme, un tatuaje falso en el cuello que me picaba contra la camisa y los nudillos magullados. Apestaba a cigarrillos baratos, aunque no fumo.
Pero para una persona, solo era papá.
El teléfono vibró en mi bolsillo, un latido en el silencio de la furgoneta. Lo miré, protegiendo la pantalla con la mano.
Era el colegio. El Instituto Valle del Sol.
“¿Señor Delgado? Habla la secretaría del director. Necesitamos que venga de inmediato. Es sobre su hija, Lucía.”
El corazón se me paró. En mi trabajo, una llamada suele significar que alguien ha muerto o está arrestado.
“¿Está bien?” Mi voz sonó ronca por el desuso.
“Físicamente, sí”, dijo la secretaría, con ese tono de reproche típico de barrio bien. “Pero ha habido un incidente… sobre honestidad académica.”
¿Honestidad académica? ¿Lucía?
Mi hija llora si se le olvida devolver un libro de la biblioteca a tiempo. Pasa los fines de semana ordenando sus rotuladores por tonalidad. No copia. Es la niña más aplicada que conozco porque sabe que su padre no está todas las noches para ayudarla.
“Voy para allá”, gruñí.
No tenía tiempo para cambiarme ni ducharme. No podía borrar al “Javi” de mi piel. Tuve que ir tal cual.
Aparqué mi coche destartalado—un Seat viejo con el tubo de escape cayéndose—justo frente al impoluto instituto. Los padres en sus todoterrenos relucientes me miraron. Vieron a un tipo en sudadera manchada, vaqueros rotos y botas militares bajándose de un coche que sonaba como una cortadora de césped. Vieron una amenaza.
Los ignoré. Entré en la secretaría, y el silencio fue instantáneo. El aire acondicionado zumbaba. La secretaria ajustó las gafas, escrutándome de arriba abajo.
“¿Señor… Delgado?” balbuceó.
“¿Dónde está?” No tenía tiempo para rodeos.
“Aula 302. Con la señorita Herrera. Están… discutiendo el asunto.”
Giré sobre mis talones y marché por el pasillo. El suelo de linóleo crujía bajo mis botas. Las taquillas parecían centinelas mudos. Sentí el peso de la placa oculta bajo mi cinturón, la única cosa limpia que llevaba encima. Lo único que me separaba de los delincuentes que perseguía.
La puerta del aula estaba entreabierta.
No entré como un toro. Las viejas costumbres no mueren fácil. Escuché primero.
“¿En serio esperas que me crea esto, Lucía?”
La voz era estridente. La señorita Herrera. La conocía. De esas profesoras que vivieron su mejor época en el instituto y ahora usan el aula como reinado. Llevaba todo el año menospreciando a Lucía: sus ropas, su comida, su timidez.
“Estudié, señorita Herrera. Lo juro”, dijo Lucía, su voz temblorosa. Me partió el alma.
“Gente como tú no saca un 10 en mis exámenes de álgebra avanzada, Lucía”, espetó Herrera. “Vi a tu padre dejarte la semana pasada. Sé de qué… ambiente vienes. Todos lo sabemos.”
La sangre se me heló. La temperatura en el pasillo descendió diez grados.
“Él me ayuda a estudiar”, susurró Lucía.
“¿Ese hombre?” Herrera soltó una risa seca. “Ese hombre parece que no sabe ni leer una carta de restaurante, y menos ayudarte con ecuaciones. Copiaste las soluciones. Admítelo.”
“¡No es verdad!” Lucía rompió a llorar.
Avancé hacia la puerta. A través de la rendija, las vi. Lucía, de pie junto al escritorio, aferrándose a su falda. Herrera sostenía su examen—con un “10” marcado en rojo.
“No tolero mentirosas en mi clase”, dijo Herrera, con una mueca de asco.
Alzó el examen con ambas manos.
“Y no corrijo basura.”
**Capítulo 2: El Sonido de un Papel Roto**
RASSSG.
El sonido retumbó en el aula silenciosa.
Vi, paralizado, cómo la señorita Herrera partía el examen por la mitad.
Lucía jadeó. No era solo un jadeo: era el sonido de su orgullo destrozándose. Se había quedado hasta las dos de la madrugada tres días seguidos repasando. Yo había estado con ella, repasando fichas bajo la luz tenue de la cocina mientras limpiaba mi arma (oculta, claro).
Herrera no se detuvo. Juntó las mitades y las rompió otra vez.
RASSSG.
“Cero”, declaró, arrojando los pedazos a los pies de Lucía. “Ve a dirección. Llamaré a tu padre para decirle que su hija es una farsante. Aunque dudo que conteste… Seguro está en algún bar o…”
Se calló.
Porque la luz en el aula había cambiado.
Yo estaba en el umbral.
No dije nada. Solo me planté allí, dejando que mi silueta llenara el marco. Lucía me miró, con lágrimas en los ojos. “Papá, no copié. Te lo juro.”
Me agaché, limpiando una lágrima con el pulgar. Mis manos estaban manchadas de grasa, pero fui delicado.
“Lo sé, cariño. Lo sé.”
Me levanté. Mido uno ochenta y seis, y en ese momento, parecía capaz de partir una mesa por la mitad.
Me giré hacia Herrera.
“¿Cree que no sé leer?” Mi voz sonó grave, la de un agente con doce años en el cuerpo. No era “Javi” el matón. Era el inspector Javier Delgado.
Herrera palideció. Retrocedió, golpeando la pizarra. “Llamaré a la policía.”
“Hágalo”, dije, cruzando los brazos. “Se ahorrará tiempo.”
Saqué mi cartera con calma.
Herrera se estremeció, como si esperara un arma.
Abrí la cartera.
La placa dorada brilló bajo los fluorescentes. JAVIER DELGADO. BRIGADA DE NARCÓTICOS.
El silencio fue absoluto.
“Acaba de destruir pruebas en una investigación por acoso y discriminación a un menor”, mentí—o no tanto. “Y propiedad pública.”
“Recógelo”, ordené.
“¿Perdón?”
“El examen. Recógelo. Ahora.”
No se movió.
“¡Ahora!”
La señorita Herrera, la tirana del aula 302, cayó de rodillas.
Pero la historia no terminó ahí. No, no. El director entró en ese momento, y lo que pasó después convirtió esto en un escándalo que recorrió toda la ciudad.
[Continúa…]
**Nota personal:** A veces, la justicia no lleva uniforme. A veces lleva botas sucias y huele a café rancio. Pero cuando llega, llega para quedarse.