**PARTE 1: LA LLAMADA QUE LO CAMBIÓ TODO**
¿Crees que conoces el miedo? No es así. No de verdad. El miedo no es una película de terror. No es un susto repentino. El miedo es el sonido de un teléfono fijo sonando en una casa en silencio absoluto a las 3:17 de la madrugada.
Vivo en un barrio tranquilo a las afueras de Alcalá de Henares, Madrid. Uno de esos sitios donde la gente deja el garaje abierto los sábados y el mayor escándalo es quién no ha cortado el césped. Mi hija, Lucía, tiene diecinueve años. Es estudiante de segundo año en la Universidad Complutense, estudia Biología, de esas chicas que piden perdón a la mesa si tropiezan con ella. Nunca ha tenido problemas. Ni una sola vez. Ni siquiera pasa el semáforo en ámbar.
Así que cuando sonó el teléfono, rompiendo el silencio de mi habitación como una sirena, mi corazón no solo se saltó un latido, sino que se detuvo. Busqué el auricular con dedos temblorosos antes de tocarlo siquiera.
—¿Hola? —Mi voz sonó ronca, cargada de sueño y adrenalina.
—¿Papá?
Era un gemido. Un sonido quebrado, aterrorizado, que escucharé en mis pesadillas hasta el día en que me muera.
—Lucía, cariño, ¿qué pasa? ¿Dónde estás? —Me incorporé, aparté las sábanas y mis pies pisaron el suelo frío de madera.
—Yo no lo hice, papá. Lo juro por Dios, no sabía que estaba ahí. Por favor, tienes que creerme. —Jadeaba, las palabras le salían entrecortadas.
—Lucía, cálmate. ¿Dónde estás?
—Estoy en… en la comisaría. La de Guadalajara. Me han arrestado, papá. Hablan de delitos graves. Dicen… que puede que no vuelva a casa en mucho tiempo.
La sangre se me heló en las venas. Me sentí mareado. —Ya voy. No digas nada. ¿Me oyes? Ni una palabra hasta que llegue. Salgo ahora mismo.
Colgué y me vestí encima del pijama. Cogí las llaves y la cartera, con las manos tan temblorosas que las dejé caer dos veces. El trayecto a la comisaría fue un borrón de semáforos saltados y el cuentakilómetros rozando los ciento cuarenta.
Cuando irrumpí en la comisaría, las luces fluorescentes zumbaban con un sonido estéril que daba dolor de cabeza. El sargento de guardia levantó la vista, aburrido.
—Estoy aquí por Lucía Mendoza —dije, golpeando mi DNI sobre el mostrador—. Es mi hija.
Tecleó despacio, exasperantemente lento. —Mendoza… ah, sí. En trámite. No puede verla aún.
—Quiero saber por qué está aquí —exigí, intentando mantener la voz firme y fallando—. Dijo algo de un delito grave. Mi hija está en el cuadro de honor. Hace voluntariado en la protectora de animales. Se han equivocado.
Una puerta se abrió con un zumbido detrás del mostrador y apareció un inspector. Parecía cansado, con un traje arrugado que olía a tabaco rancio.
—¿Señor Mendoza? —preguntó—. Soy el inspector Gutiérrez. Acompáñeme.
No era una invitación.
Lo seguí a una pequeña sala de interrogatorios. Sin espejo, solo una mesa metálica y tres sillas.
—Siéntese —dijo Gutiérrez.
—Quiero ver a mi hija.
—Lo hará. Pero primero, hablemos de lo que encontramos en el maletero de su Seat León del 2018 durante un control rutinario.
—Tiene una luz rota —dije rápido—. Iba a arreglarla este fin de semana. ¿Por eso la pararon?
—La paramos por la luz, sí —Gutiérrez se inclinó, clavándome la mirada—, pero el agente olió algo. Pidió registrar el coche. Ella accedió porque, según dice, no tenía nada que ocultar.
—¡Y no lo tiene! —grité.
Gutiérrez sacó una foto de una carpeta y la deslizó por la mesa.
Miré hacia abajo. Mi cerebro no lo procesaba. Parecía una bolsa de deporte. Abierta. Dentro, había paquetes. Envueltos con cinta.
—¿Eso es… droga? —susurré.
—Dos kilos de fentanilo —dijo Gutiérrez con frialdad—. Y una pistola con el número de serie limado. Y treinta mil euros en efectivo.
La habitación giró. Me agarré a la mesa para no caerme de la silla. —No. Es imposible. Alguien lo puso ahí. Lucía… ni siquiera se toma un paracetamol sin fiebre. Es una buena chica, inspector. Tiene que creerme.
—Todos son buenos chicos hasta que los pillan, señor Mendoza —respondió él, sin rastro de empatía—. Con esa cantidad, hablamos de tráfico. Penas mínimas obligatorias. Se enfrenta a veinte años, fácil.
—¿Con quién estaba? —pregunté, la mente acelerada.
—Iba sola en el coche.
—¿Quién tenía acceso al coche? —insistí.
—Dice que solo ella —contestó—. Pero no para de llorar por su novio. Alejandro.
Alejandro.
Alejandro, el niño de oro que desaparecía cuando convenía. Era hijo de un influyente empresario inmobiliario, Ricardo Soler. Los Soler poseían medio pueblo. Alejandro era pulcro, educado, conducía un Audi y siempre me llamaba “señor”. Me caía bien.
—Esta noche estaba en su casa —dije, como si me diesen un puñetazo—. Me dijo que iba a estudiar a casa de Alejandro.
—Sabemos quién es Alejandro Soler —suspiró Gutiérrez, frotándose las sienes—. Lo llamamos. Dijo que Lucía se fue de su casa a las diez. Que parecía nerviosa. Que no la había visto desde entonces.
—Miente —dije, levantándome—. Él puso esa bolsa en su coche. ¿Por qué iba mi hija a ir por ahí con drogas de cartel y una pistola? ¡Piénselo!
—Señor Mendoza, sin pruebas, el coche es suyo, la posesión también. Así es la ley.
Exigí verla. Finalmente, accedieron.
Ver a Lucía con ese mono naranja, los ojos hinchados de llorar, rompió algo dentro de mí que jamás se arreglará. No era una criminal. Era una niña aterrada.
—Papá —balbuceó tras el cristal—. Alejandro me pidió el coche para ir a la tienda mientras estudiaba. Dijo que su Audi estaba bloqueado en el garaje. Solo estuvo fuera veinte minutos. Es la única vez que no lo vi.
—¿Se lo has dicho a la policía?
—¡Sí! No me creen. Dicen que Alejandro Soler no necesita traficar porque su familia es rica.
Tenía razón. No tenía sentido. ¿Por qué un niño rico traficaría con fentanilo? Pero yo conocía a mi hija. Conocía su alma. Era inocente. Lo que significaba que Alejandro era culpable.
Pero probarlo contra los Soler… era como intentar frenar un huracán con un paraguas.
Salí de la comisaría a las seis de la mañana. No fui a casa. Fui al lugar donde la habían parado. Luego, conduje hasta la finca de los Soler. Me quedé frente a los portones de hierro, vigilando.
Necesitaba pruebas. Y entonces, lo recordé.
El coche de Lucía. El Seat León.
Le había instalado una dashcam la Navidad pasada. No solo frontal, sino con doble lente que grababa también el interior. Se subía a la nPero lo que descubrí en esa grabación fue mucho más aterrador de lo que jamás había imaginado, y al entregársela a las autoridades, no solo salvamos a Lucía, sino que acabamos con una red de corrupción que llevaba años envenenando nuestra ciudad.