La indiferencia de su pueblo la abandonó, pero una banda de moteros les abrió los ojos.

6 min de leitura

El pueblo de Arroyo de la Paz, en la sierra de Madrid, se enorgullecía de dos cosas: sus impresionantes vistas de la Sierra de Guadarrama y la rectitud moral de sus habitantes. El cartel a la entrada, pintado con letras adornadas, rezaba: *“Arroyo de la Paz: Un lugar para crecer en familia”*. Los domingos, la espigada torre de la Iglesia de San Isidro, regentada por el afable Padre Luis Domínguez, era el centro del universo. Entre semana, el alcalde Fernández ejercía de juez y parte en la Cafetería La Campana, con su taza de café siempre pegada a la mano.

Era un pueblo de apariencias. La gente saludaba con la mano. Donaban a la venta de pasteles benéfica. Y cotilleaban en voz baja sobre los *“menos afortunados”*—que, en Arroyo de la Paz, era un eufemismo para Lucía y su hija Martina, que vivían en el Parque Móvil Las Acacias, en las afueras.

Lucía era la tragedia local, una mujer devorada por la crisis de opiáceos que había arrasado como un incendio por la España rural. Pero Martina, de nueve años, era la consecuencia en carne viva.

Martina sufría de displasia de cadera severa y sin tratar. Lo que en su infancia podría haberse corregido con un simple arnés se había convertido, tras años de abandono, en una deformidad debilitante. Su pierna izquierda se movía en un arco incontrolado, y su cadera derecha chirriaba hueso contra hueso. Caminaba con un paso desigual y doloroso, cada zancada una nueva humillación.

Los *“buenos vecinos”* de Arroyo de la Paz la veían. La veían cojear al bajar del destartalado autobús escolar. La veían esforzarse por seguir el ritmo de los otros niños, que hacía tiempo la habían excluido de sus juegos.

Doña Carmen, dueña de la tienda Ultramarinos La Esquina, observaba a Martina avanzar penosamente por el pasillo, con un puñado de vales de comida en sus manitas, y suspiraba. *“Qué pena”*, murmuraba al siguiente cliente. *“La pobre criatura. Igual que su madre.”*

El Padre Domínguez había visitado la caravana una vez. Había dejado una Biblia y un folleto de desintoxicación sobre la mesa manchada de Lucía, esquivando cuidadosamente la basura. Le había dado una palmadita en la cabeza a Martina, evitando mirar el ángulo doloroso de sus piernas, y había dicho: *“Estamos rezando por ti, hija.”*

Pero las oraciones no aliviaban el dolor de su cadera. La lástima no detenía el chirrido constante. El pueblo la había dado por perdida, una triste historia para compadecer entre cafés, pero no un problema que resolver. Era *“chabola”*, y en Arroyo de la Paz, algunos problemas se consideraban más allá de la gracia.

Un miércoles helado de octubre, con el viento anunciando el primer invierno serio, Martina tenía una misión. Su madre estaba *“enferma”*—esa enfermedad gris y temblorosa que la dejaba entre lágrimas y gritos—. Pero se habían quedado sin refresco, y Lucía había chillado hasta que Martina encontró cuatro euros arrugados en el fondo de un bolso.

Desde Las Acacias hasta la gasolinera Repsol había un kilómetro. Para Martina, era una peregrinación agonizante. Cada paso le clavaba un dolor ardiente desde la cadera hasta la rodilla. Avanzaba por el arcén de gravilla, la cabeza gacha, la chaquetita delgada subida hasta la nariz. Parecía un pajarito herido, arrastrando un ala por el asfalto.

Entró en la tienda, haciendo sonar el timbre de la puerta. El dependiente, un chaval de instituto, ni siquiera levantó la vista del móvil. Martina cogió una lata de refresco de naranja de la nevera. Sus manos estaban entumecidas por el frío. Al llegar al mostrador, la lata fría y resbaladiza se le escapó.

Cayó al suelo de linóleo y rodó.

Martina la miró, los ojos encharcados de lágrimas frustradas. Era solo una lata, pero en ese momento, era un obstáculo insuperable. Agacharse significaba cambiar el peso, y eso era fuego en la cadera. Intentó flexionar las rodillas, pero un chasquido agudo en la articulación la hizo gritar de dolor.

Era solo una niña, llorando en medio de una gasolinera, incapaz de recoger una lata de refresco.

El timbre de la puerta volvió a sonar, esta vez dejando entrar una bocanada de aire frío y un olor intenso a cuero, gasolina y polvo de carretera.

El dependiente alzó la vista, los ojos como platos.

Eran hombres grandullones. Sus chalecos de cuero—los llamaban *“cortes”*—llevaban un parche: una calavera con casco militar, cruzada por un fusil y una llave inglesa, y las palabras *“Los Hijos Olvidados”* en lo alto. Eran un club de moteros, la mayoría veteranos de guerras que iban de Bosnia a Afganistán. Parecían duros, imponentes y totalmente fuera de lugar en el tranquilo Arroyo de la Paz.

El líder, un hombre ancho como un armario con una barba gris trenzada en dos coletas, dio un paso al frente. Se llamaba Javier *“El Oso”* Mendoza. Sus ojos, vivos e inteligentes, no se perdían nada. Había visto cómo se tensaba el dependiente, cómo el guardia urbano los seguía con la mirada cuando pasaban. Pero también vio a la pequeña figura en el suelo.

Ignoró al dependiente y se acercó a Martina. Ella se encogió, asustada por su tamaño y la calavera del chaleco. Le habían enseñado a temer a hombres como ese.

El Oso se agachó, con un esfuerzo que hizo crujir el cuero. Se movió despacio, con cuidado, como si se acercara a un corzo asustado. Su voz no fue el rugido que ella esperaba, sino un susurro ronco, como grava sobre terciopelo.

*“¿Estás bien, pajarita?”* preguntó.

Martina negó con la cabeza, las lágrimas limpiando el polvo de sus mejillas. Señaló la lata de refresco, el cuerpo temblando.

El Oso la recogió. La miró a ella, luego a su postura—el cuerpo torcido, la pierna izquierda desviada en un ángulo antinatural, la derecha rígida.

*“¿Qué te pasa, cariño?”* preguntó, más suave. *“¿Te duele?”*

Martina lo miró por fin. Vio las arrugas profundas alrededor de sus ojos, de cansancio, no de crueldad. Susurró las palabras que habían definido su existencia, las que el resto del pueblo había elegido ignorar.

*“No puedo cerrar las piernas”*, dijo, la voz quebrada. *“Me duele. Siempre me duele.”*

Los ojos de El Oso, que habían visto combate en desiertos y montañas, se endurecieron. La sangre se le escapó de la cara, reemplazada por una ira fría que nacía en lo más hondo.

Uno de sus compañeros, un tipo enjuto con *“Doc”* bordado en el chaleco, se arrodilló a su lado. Había sido sanitario en la Armada. Le pasó una mano por la pierna con tacto profesional.

*“Jefe”*, dijo, con voz tensa. *“Esto es grave. Displasia de cadera, sin tratar. años así. La articulación está hecha polvo. Vive en agonía constante. Esto… esto es criminal.”*

El Oso miró de la niña a la ventana, a la calle principal de Arroyo de la Paz. Vio el letrero de La Campana al otro lado, donde se distinguían figuras riendo, tomando café.

Volvió a Martina. *“¿Cómo te llamas, pajarita?”*

**”Martina,”* susurró, y El Oso la levantó en sus brazos como si pesara menos que una pluma, decidido a cambiarlo todo con la misma fuerza con la que el viento de la sierra barre las hojas del otoño.

Leave a Comment