**Te lo juro, lo que viví fue de película…** Me arrancaron la ropa delante de todos, gritándome que era una “cazafortunas”, que no merecía a su hijo. Mi suegra, riéndose mientras yo estaba ahí, humillada y hecha añicos. Pero no sabían que mi padre lo veía todo, y estaba a punto de enseñarles quién era yo de verdad. Me llamo Lucía, y esta es la historia de cómo aprendí que a veces quienes deberían cuidarte son los que más te hieren.
Y a veces, la justicia llega de la forma más inesperada. Yo era una chica sencilla de un pueblecito de Castilla cuando conocí a Javier. Los dos estudiábamos empresariales en la Universidad Complutense. Era encantador, divertido, me hacía reír como nadie. Me enamoré perdidamente en nada. Al año, nos casamos en una boda íntima. Todo era perfecto… o eso creía. Javier venía de dinero. Los Ortega-Mendoza eran de esa aristocracia de sangre azul que mira por encima del hombro. Pero a mí me daba igual.
Yo lo quería a él, no su apellido. Lo que no sabían, ni siquiera Javier, era que yo también era de familia adinerada. Pero dinero *de verdad*, del que hace que los Ortega-Mendoza parezcan unos recién llegados. Mi padre, Alfonso del Castillo, es un millonario hecho a sí mismo. Empezó con nada y construyó un imperio de bancos y tecnología. Crecí entre yates en Mallorca y vacaciones en Suiza, pero también vi cómo la gente se acercaba a mi padre solo por interés.
Así que a los 18, tomé una decisión: cambié mi apellido, me mudé a Madrid con un sueldo normal y viví como cualquiera. Quería amor auténtico, sin etiquetas. Mi padre lo entendió, aunque le costó. Solo me pidió una cosa: “Si algúna vez te necesitan de verdad, llámame”. Y durante dos años, mantuve esa promesa.
Pero la familia de Javier lo puso imposible desde el primer día. Su madre, Adelaida, me miraba como si fuera una mancha en su alfombra persa. Siempre con indirectas: “Qué *sencillita* eres”, me decía mientras servía el té a sus amigas. Ni siquiera me llamaba por mi nombre: “Esta es la chica con la que Javier se casó”, decía. Su padre, Ricardo, ni me miraba. Y lo peor era Claudia, su hermana: sonreía mientras me clavaba el cuchillo. “Qué bonito vestido… parece de mercadillo”, susurraba.
Javier me decía: “No les hagas caso, cambiarán”. Pero nunca me defendió. Dos años aguantando desprecios, hasta que llegó nuestro segundo aniversario. Adelaida organizó una fiesta *para ella*, no para nosotros. Un evento en su finca de La Moraleja con políticos, duquesas y hasta algún torero. Yo llegué con mi vestido blanco de Zara, y los vi a todos mirándome como si fuera la criada.
Adelaida tomó el micrófono: “¡Han robado mi collar de diamantes!”. Y señalándome: “¡Esa estuvo en mi tocador!”. Mentira. Pero antes de que pudiera defenderme, Adelaida y Claudia me arrancaron el vestido delante de todos. Javier se quedó quieto, como siempre. Los guardias me echaron a la calle, en ropa interior, mientras los invitados grababan con el móvil.
Ahí, temblando, llamé a mi padre. **”Papi, te necesito.”**
En diez minutos, llegó con seis coches blindados y hasta el comisario jefe. Entró como un huracán: “¿Quién ha tocado a mi hija?”. Adelaida palideció al reconocerlo: Alfonso del Castillo, dueño de media España. En las pantallas, proyectaron los vídeos que *él* había grabado: Claudia robando el collar, Adelaida planeando mi humillación.
Y entonces, mi padre soltó la bomba: “La finca está hipotecada con mi banco. Las empresas de Ricardo, son mías. Los pisos de Claudia, en mis inmuebles. Todo… es *mío*.”
Los Ortega-Mendoza quedaron en la ruina. Javier, llorando, me suplicó: “Lucía, perdóname”. Pero ya era tarde. Yo firmé el divorcio esa misma noche.
Seis meses después, los vi otra vez: Adelaida, trabajando de dependienta; Claudia, en un call center; Javier, compartiendo piso. Y yo, al frente de una fundación para mujeres maltratadas.
La ironía: quisieron hundirme, pero me hicieron libre. Porque al final, como me dijo mi padre: **”El verdadero poder no está en el dinero, sino en saber quién eres.”** Y yo soy Lucía del Castillo. Siempre lo fui.
*(Y por cierto, el collar… estaba bajo los rosales. Menuda obra de teatro, ¿eh?)* 😉