Hace tiempo, en un barrio humilde de Madrid, vivía una mujer llamada Isabel, una limpiadora que no tenía a nadie con quien dejar a su pequeña hija mientras trabajaba. Nunca imaginó que la reacción de su jefe, un adinerado empresario llamado Javier, cambiaría todo para siempre.
Isabel se despertaba cada día a las cinco y media de la mañana, con el cuerpo cansado y los ojos hinchados por la falta de sueño. El viejo despertador de su mesilla ni siquiera sonaba ya, pero su reloj interno no le fallaba desde que su marido falleció cuatro años atrás. Su hija, Lucía, de apenas cuatro años, dormía plácidamente abrazando un peluche desgastado.
La casa donde vivían en el barrio de Carabanchel era modesta, con paredes descascaradas, una sola bombilla en el teño y una cocina de gas que tardaba en calentarse. Aquella mañana, como otras muchas, Isabel sirvió a Lucía un plato de gachas con leche caliente y para ella, un café solo. Comió en silencio, pensando en cómo explicarle a don Javier que llevaría otra vez a su hija al trabajo.
A las siete en punto salieron de casa. Caminaron cuatro manzanas hasta la parada del autobús. Isabel llevaba su mochila al hombro y una bolsa con algo de comida. Lucía, con su mochila rosa llena de lápices y un cuaderno para dibujar, se subió al autobús como cada mañana, entre empujones, y su madre se aseguró de que se sentara junto a la ventana.
El trayecto duró unos cuarenta minutos, durante los cuales Lucía miraba los coches, la gente y los perros callejeros, haciendo preguntas sin fin. Isabel contestaba lo que podía, aunque a veces no encontraba respuestas.
Llegaron al barrio de La Moraleja, donde todo era distinto: calles anchas, árboles cuidados, casas con verjas imponentes y jardineros uniformados que trabajaban temprano. La mansión donde ella trabajaba estaba en una esquina tranquila, tras una enorme verja negra. Isabel llamó al portero automático y el guardia de seguridad, el señor Antonio, les abrió con una sonrisa.
La casa era enorme, de dos plantas, con ventanales por todos lados y un jardín más grande que toda su calle junta. Isabel, aunque llevaba dos años trabajando allí, aún se sentía nerviosa al entrar. Todo olía a madera fina, limpio y ordenado.
Don Javier casi nunca salía de su despacho por la mañana. Isabel conocía su rutina: se levantaba a las ocho, bajaba a desayunar a las nueve y luego se encerraba a trabajar o salía a reuniones. A veces pasaba el día sin verlo, comunicándose solo a través del mayordomo.
Pero esa mañana, a las ocho y cuarto, escuchó pasos en la escalera. Su corazón dio un vuelco. No esperaba que bajara tan pronto. Apareció en el salón con la camisa desabrochada y el ceño fruncido. Llevaba una carpeta en la mano y se dirigía directo a la cocina.
Isabel se quedó helada cuando lo vio detenerse al ver a Lucía sentada en el suelo, concentrada en su dibujo. Respiró hondo y se acercó para explicar que no tenía con quién dejarla, que solo sería unas horas, que no causaría problemas.
Don Javier no dijo nada. Se agachó un poco y observó el dibujo de Lucía: una casa enorme con una niña en el jardín y un sol radiante en la esquina.
Lucía lo miró sin miedo y dijo: “Es tu casa, señor, y esa soy yo jugando”.
Don Javier parpadeó, guardó silencio unos segundos y luego… sonrió. Un gesto leve, como si algo se hubiera ablandado dentro de él.
—Está bien —dijo simplemente, y se marchó.
Isabel no supo qué pensar. Nunca lo había visto así. Don Javier no era grosero, pero tampoco afectuoso. Era un hombre serio, de mirada fría, que apenas hablaba más de lo necesario. Pero aquella sonrisa… no la esperaba.
Siguió limpiando, con el corazón acelerado, mirando de reojo a Lucía, que seguía dibujando como si nada hubiera pasado.
A las nueve en punto, don Javier volvió a bajar. Isabel pensó que esta vez sí la regañaría, pero no. Se sentó a desayunar y, desde su silla, le preguntó a Lucía cómo se llamaba. Ella respondió con naturalidad, como si fueran amigos. Le preguntó qué le gustaba hacer y ella dijo: “Dibujar, correr y comer rosquillas”.
Don Javier rio. Una risa baja, pero real.
Isabel sintió que algo extraño ocurría. El resto de la mañana fue distinta. Don Javier se quedó en casa más tiempo, hizo llamadas desde el jardín y, antes de irse, preguntó si Lucía podía jugar un rato allí.
Mientras barría la entrada, vio a su hija correr entre los arbustos, riendo, y a don Javier sentado en un banco, observándola en silencio.
El hombre que había perdido a su esposa tres años antes y vivía como una sombra desde entonces parecía estar volviendo a la vida.
Isabel no entendía qué pasaba, pero por primera vez en mucho tiempo, sintió que tal vez las cosas podían cambiar. Y todo había comenzado como otro día cualquiera.
Lucía se sentó en el jardín, arrancando florecillas y haciendo montones por colores. Llevaba una blusa manchada de zumo de naranja y una coleta deshecha. Mientras jugaba, hablaba sola, inventando historias donde una flor era una princesa y otra, un dragón.
Isabel la observaba desde la cocina, secándose las manos con un trapo viejo. Temía que hiciera ruido o ensuciara algo. No quería darles motivos para prohibirle volver.
Don Javier estaba en su despacho, como siempre. Se oía el crujido de papeles y una llamada en altavoz. Isabel no entendía de qué hablaba, pero su voz era firme, de esas que imponen atención sin necesidad de gritar.
Cuando Lucía empezó a cantar en voz baja mientras ordenaba sus flores, Isabel quiso correr a pedirle que se callara, pero antes de que pudiera moverse, don Javier salió.
Llevaba el móvil en la mano y una expresión cansada. Se detuvo al escuchar a la niña cantar.
Isabel se quedó paralizada. Esperó que le pidiera silencio, que preguntara por qué estaba allí otra vez… pero no. Don Javier guardó el teléfono, se acercó lentamente y se arrodilló junto a Lucía.
—¿Qué estabas cantando? —le preguntó.
Lucía lo miró, pensó un segundo y le contestó el nombre de una canción de dibujos.
—¿Tú también la ves?
Don Javier sonrió por primera vez sin forzarlo.
—No, pero me gusta cómo la cantas.
Isabel no sabía qué hacer. Era como ver a otra persona. El mismo hombre que pasaba sin saludar, que apenas miraba a nadie, ahora se arrodillaba y charlaba con una niña sobre canciones infantiles.
Lucía siguió hablando como si nada. Le explicó que una flor era la mamá, otra el papá, y que cuidaban de sus pequeños: los pétalos.
Don Javier asintió como si entendiera cada palabra y, de pronto, rio. Una risa suave, pero sincera. Y no fue una sola vez.
Lucía dijo algo más, algo sobre los pétalos siendo traviesos y escapándose del jardín, y él volvió a reír.
Isabel sintió un nudo en la garganta. No sabía si era alegría, sorpresa o miedo. Verlo reír así era como ver llover en mitad del desierto. Obviamente, no lo hacía a menudo.
Se quedó un rato más con Lucía, viéndola ordenar las flores por colores. Le preguntó si le gustaba estar allí.
—Sí —contestó Lucía—. Es como un parque con techo. Ojalá viviéramos aquíY así, entre risas que ya no necesitaban esconderse y miradas llenas de complicidad, Isabel entendió que su vida y la de Lucía habían encontrado, por fin, un hogar.