**Diario de Lucía Mendoza**
El medallón de plata en forma de estrella detuvo mi corazón por un instante. Hacía más de treinta años que no lo veía, y ahora colgaba del cuello de una joven camarera que me servía un café en una humilde cafetería en las afueras de Toledo.
“Señorita”, murmuré con voz temblorosa cuando posó la taza frente a mí. “Sí, señora”, respondió la muchacha con una sonrisa amable. Hilos dorados de sol se colaban por su moño sencillo. “Ese medallón… ¿de dónde lo sacó?” Ella llevó la mano al colgante instintivamente. “Fue de mi madre. Me lo dejó antes de morir.”
No pude responder. Sus ojos verdes, el arco de sus cejas, todo en ella me recordaba a mi Gabriela, la hija que perdí hace décadas. “¿Cómo te llamas?” “Sofía. Sofía Delgado.” Y entonces, la confesión que me partió el alma: “Mi madre se llamaba Gabriela Delgado. Falleció hace cinco años.”
Mi mundo se vino abajo. Gabriela, mi niña, la que se marchó después de una discusión brutal por aquel joven, Marcos Delgado, un guitarrista de barrio al que yo consideré indigno. “Conoció a mi madre?”, preguntó Sofía, perpleja.
“Siéntate, por favor.” Con un nudo en la garganta, le conté la historia del medallón Polaris, encargado en una joyería de la calle Serrano hace treinta y cinco años. “Era el regalo de tu abuelo Alberto para mí, y se lo di a Gabriela en su décimo octavo cumpleaño.”
Sus labios palidecieron. “Usted dice que…” “Sí, cariño. Gabriela era mi hija, y tú eres mi nieta.”
En la cafetería casi vacía, Sofía me habló de su vida: de su padre, Marcos, que murió de tuberculosis, de cómo Gabriela trabajó en una floristería y cosía de noche para mantenerlas. De cómo su madre miraría el medallón con melancolía, recordando una felicidad perdida.
“¿Por qué nunca buscó ayuda?”, pregunté, ahogada en culpa. “Mamá decía que su familia la había rechazado.” Las palabras me quemaron. Le mostré una foto antigua de Gabriela con el medallón, y Sofía se llevó las manos a la boca. “Es ella.”
Antes de irme, le di mi dirección en La Moraleja. “Ven mañana. Conoce tu verdadera familia.” Su rostro se iluminó al reconocer el apellido Mendoza, sinónimo de poder en España.
**[Continúa en la siguiente entrada]**
Al día siguiente, Sofía y su hijo Adrián cruzaron los jardines de nuestra casa señorial. Mi hijo Javier, frío como el mármol de la entrada, se negó a creer. “Madre, no seas ingenua. Todos los meses aparece alguien reclamando parentesco.”
Pero las pruebas de ADN no mienten. Cuando los resultados confirmaron que Sofía era mi sangre, Javier y su esposa Beatriz—hija de un influyente magistrado—pusieron el grito en el cielo. “¡Esa chica solo quiere tu fortuna!”, insistió él, mientras Beatriz amenazaba con investigar cada paso de Sofía.
Lo que no esperaban eran las cartas. Escondidas en un baúl, encontré las misivas que Gabriela me envió durante veinte años, interceptadas por Javier. “Madre, Marcos está enfermo…”, “He tenido una niña, la llamé Sofía…”, “Javier dice que me has repudiado…”. Cada línea destrozó lo que quedaba de mi corazón.
**[Última entrada]**
Hoy, mientras escribo esto, Sofía está en el jardín enseñándole a Adrián a jugar ajedrez con el tablero que perteneció a su bisabuelo. Javier y Beatriz perdieron la batalla legal—las cartas y el ADN callaron todas las dudas.
Sofía dirige ahora la Fundación Gabriela y Marcos, ayudando a artistas sin recursos. El medallón Polaris vuelve a brillar en nuestro linaje, pero la verdadera joya fue encontrar, al final de mi vida, que el amor no entiende de orgullo ni de tiempo perdido.
(Fin del diario)