Intentaron aprovecharse de ella, pero no contaban con su salvador oculto: lo que siguió fue una lección de supervivencia.

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**PARTE 1**

**Capítulo 1: El Fantasma en los Campos de Girasol**

Volví a Castilla para enterrar el pasado, no para desenterrar nuevos cadáveres. Pero el problema tiene una forma curiosa de encontrarte, especialmente cuando has pasado la última década persiguiéndolo en lugares que la mayoría ni siquiera encuentra en el mapa.

Me llamo Javier. Al menos, eso dice mi carné de conducir. Durante los últimos doce años, solo fui un código, un rango, un número en una chapa de identificación. Me dieron de baja hace tres meses. “Baja médica”. Dijeron que era por la rodilla, pero todos sabíamos que era por lo otro. Por esas cosas que te mantienen despierto a las 3:00 de la madrugada, empapado en sudor, buscando un fusil que ya no está.

Mi hermana, Lucía, cree que estoy “adaptándome” a la vida civil. Es una buena mujer, agotada por la maternidad en solitario y los turnos dobles en la cafetería del pueblo. Cree que estoy todo el día arreglando el viejo Seat en el garaje y tomando café solo en el porche, mirando los interminables campos de girasol que rodean nuestro pequeño pueblo.

Pero no sabe que mis ojos siempre están escaneando el perímetro. No sabe que memorizo las matrículas de cada coche que pasa por nuestra calle sin salida. No sabe que duermo con un ojo abierto, escuchando los crujidos de la casa, analizándolos como si fueran amenazas.

Y desde luego, no sabía lo que le estaba pasando a su hija, Sofía.

Sofía tiene dieciséis años. Antes era un torbellino—ruidosa, risueña, llena de vida. Pero desde que volví, parece un fantasma. Llega a casa, se encierra en su habitación y pone música a todo volumen. Lucía dice que son “cosas de la edad”.

Yo sé que es más. Conozco la mirada de una persona que vive con miedo. Es la misma mirada que vi en los ojos de los aldeanos en misiones pasadas. Es la mirada de alguien que sabe que está siendo cazado y cree que nadie vendrá a salvarlo.

Todo empezó un martes por la tarde. El aire olía a hojas secas y a invierno acercándose. Estaba en el porche, afilando mi navaja, tallando un trozo de madera que nunca llegaría a ser nada. El autobús escolar amarillo frenó al final del camino de tierra.

Sofía bajó. Pero no estaba sola.

Un Audi rojo, reluciente como si estuviera en un concesionario y no en un camino polvoriento, avanzaba lentamente junto a ella. Las ventanillas estaban bajadas. Desde donde estaba, a unos cincuenta metros, no podía escuchar las palabras, pero el lenguaje corporal lo decía todo.

El conductor se asomaba, gritando algo. Se reía. Sofía no. Caminaba rápido, con la cabeza gacha, abrazando su mochila como si fuera un escudo. Tropezó con una piedra y el Audi tocó el claxon—un pitido agudo, burlón.

Dejé de tallar. Dejé la navaja sobre la barandilla.

El Audi aceleró cuando Sofía llegó al buzón, haciendo patinar las ruedas y levantando una nube de polvo que se quedó flotando en el aire otoñal. Vi la pegatina en la luna trasera mientras se alejaba: *Fútbol Sala – Instituto Cervantes*.

Los reyes del pueblo. Los intocables.

Sofía subió por el camino. Me vio sentado allí y se secó la cara rápidamente. Intentó sonreír, pero sus ojos seguían vacíos.

—Hola, tío Javier —murmuró, intentando pasar de largo.

—¿Quién era ese, Sofía? —pregunté. Mi voz ya no es la de antes; ahora es más áspera, más grave.

—Nadie —dijo demasiado rápido—. Solo unos chicos del insti haciendo el tonto.

Movió la mochila y la manga de su jersey se subió un poco. Lo vi. Solo un instante. Un moratón oscuro en su muñeca, con forma de dedos.

—Sofía —dije, poniéndome en pie. Mi rodilla crujió, recordándome un mal aterrizaje en terreno hostil—. ¿Qué te ha pasado en el brazo?

Se bajó la manga de un tirón. —Me caí en gimnasia. En serio, tío Javier. Déjalo.

La puerta mosquitera se cerró de golpe detrás de ella.

Esa noche, en la cena, la casa estaba en silencio. Lucía estaba cansada, Sofía muda y yo calculando. He evaluado amenazas en zonas de guerra. Sé cuándo se está gestando algo. Esto no era solo acoso. Esto era una escalada.

No dormí. Me senté en el salón a oscuras, viendo cómo cambiaban los números rojos del VHS, planeando mi misión.

Ya no era un soldado. No tenía escuadrón. No tenía apoyo aéreo. Pero tenía una sobrina aterrorizada. Y en mi libro, eso convertía esto en una zona de combate.

**Capítulo 2: La Trampa**

Al día siguiente, decidí dar un paseo.

Me puse mi vieja chaqueta militar, gastada por los codos y con olor a aceite de motor, pero práctica para esconder cosas. No llevaba pistola. No la necesitaba. En espacios cerrados, contra enemigos sin entrenar, un arma es más un problema que una solución. Yo era el arma.

Aparqué mi camioneta a tres calles del instituto y me acerqué al campo de fútbol sala. Eran las 15:30. Había sonado el timbre.

El instituto era uno de esos edificios de ladrillo de los 70, enorme y frío. Detrás del campo impecable y las luces del polideportivo estaba el pasado podrido del pueblo: la antigua fábrica textil. Llevaba veinte años cerrada. Un esqueleto de la industria, solo hierros oxidados, cristales rotos y pintadas.

Estaba justo detrás de las gradas, separada por una valla metálica que los adolescentes llevaban años sorteando por un agujero. Un punto ciego. Una zona muerta. Sin cámaras. Sin profesores. Solo sombras y malas intenciones.

Me apoyé en un roble, fundiéndome con la sombra. Esperé.

Diez minutos después, vi a Sofía. Iba sola, tomando el atajo detrás de las gradas para evitar el aparcamiento principal. Intentaba pasar desapercibida.

Entonces los vi a ellos.

El Audi rojo estaba aparcado cerca del almacén de material. Tres chicos bajaron. Grandes, fornidos, con pinta de haber levantado pesas desde los doce años, hinchados de hormonas y prepotencia. Llevaban sus chándales del equipo como si fueran armaduras.

Se movían con la confianza de los depredadores. Conocían el terreno. Conocían los horarios.

Cuando Sofía pasó por la esquina de las gradas, la cortaron el paso. Una maniobra coordinada. Dos fueron por la izquierda, uno por la derecha. La empujaron hacia el agujero de la valla.

Vi que Sofía se detenía. Retrocedió, negando con la cabeza. El líder—el del Audi—invadió su espacio personal. Era rubio, guapo de una forma cruel, con una mandíbula que seguramente le había librado de más de una multa. Le agarró la correa de la mochila y tiró.

Ella tropezó hacia la valla.

—Vamos, Sofía —lo oí gritar—. No seas mojigata.

La empujaron por el agujero, hacia el solar abandonado de la fábrica.

Mi pulso no se aceleró. Al contrario, se ralentizó hasta un ritmo constante. *Tum. Tum. Tum.* Eso es lo que hace el entrenamiento. El pánico desaparece. El mundo se silencia. Y la visión se estrecha.

Empecé a moverme.

No corrí. Correr llama la atención. Avancé rápido, pero con paso firme, manteniendo el perfil bajo.Me colé por el agujero en la valla, listo para enseñarles a esos chicos que en Castilla, hasta los fantasmas saben pelear.

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