**”HABLO 12 IDIOMAS” – DIJO EL MENDIGO… EL MILLONARIO SE RÍE, PERO QUEDA EN SHOCK…**
En las elegantes calles de Madrid, donde los edificios históricos se mezclan con la modernidad y el dinero fluye como el vino en una buena fiesta, Alejandro del Valle caminaba con su traje de Loewe de 3.000 euros. Sus zapatos de piel resonaban con arrogancia sobre el adoquín mientras hablaba por su móvil de edición limitada, cerrando un negocio de 50 millones de euros. A sus 45 años, Alejandro había construido un imperio que lo situaba entre los hombres más ricos de España.
Su soberbia era tan evidente como su reloj Patek Philippe, que brillaba en su muñeca. Mientras Alejandro discutía detalles de su última fusión empresarial, sus ojos se posaron en una figura que desentonaba con el lujo de la zona. Sentado en la entrada de un edificio de oficinas, un hombre de unos 60 años, con el pelo canoso y ropa gastada, sostenía un cartel que decía: “Cualquier ayuda es bienvenida. Que Dios le bendiga”.
Alejandro terminó su llamada y se detuvo frente al mendigo, no por compasión, sino por morbo. Era raro ver a alguien pidiendo limosna en el barrio de Salamanca. Los vigilantes de seguridad solían “limpiar” esas calles de “elementos indeseables”, como él los llamaba en las juntas de accionistas. El contraste era brutal: Alejandro, irradiando poder; el anciano, como si el mundo lo hubiese olvidado.
Algo en los ojos del mendigo lo intrigó. No eran ojos suplicantes, sino serenos, casi sabios. “¿Qué hace aquí?”, preguntó Alejandro, ajustándose la corbata con gesto de superioridad. “Este no es sitio para gente como usted”.
El anciano alzó la mirada. Sus ojos, azules y profundos, carecían de humillación. “Buenos días, señor”, respondió con voz clara y educada. “La vida me ha traído hasta aquí. Pero dígame, ¿cuántos idiomas habla usted?”
Alejandro frunció el ceño. ¿Qué clase de mendigo hacía preguntas así? “Hablo tres: español, inglés y francés”, contestó con condescendencia. “Suficiente para mis negocios y ganar en un mes lo que usted no verá en su vida”.
El anciano asintió. “Tres idiomas. Impresionante para los negocios… Yo hablo 12”.
El silencio fue rotundo. Alejandro soltó una carcajada. “¡Doce! ¡Vaya broma!”.
El mendigo no se inmutó. “La risa es buena, pero permítame demostrárselo”. Y, uno tras otro, habló con fluidez en inglés, francés, alemán, italiano, ruso, árabe, japonés, chino mandarín, hindi, hebreo y griego clásico.
Alejandro, pálido, se apoyó en la pared. “¿Quién demonios es usted?”.
“Fui el profesor Emilio Navarro, catedrático de Filología en la Complutense durante 22 años. Antes, enseñé en Oxford y La Sorbona. Publiqué 16 libros, recibí el Premio Príncipe de Asturias… Hasta que el alzhéimer temprano me lo arrebató todo”.
La historia de Emilio era desgarradora: la muerte de su esposa, la pérdida de sus propiedades, la calle como último refugio. Pero, contra todo pronóstico, los idiomas persistían en su memoria, como un faro en la niebla de su enfermedad.
“¿Por qué me cuenta esto?”, preguntó Alejandro, ya sentado en el suelo junto a él.
“Porque usted, señor del Valle, necesita oírlo. He visto a muchos como usted: ricos, poderosos… pero vacíos. ¿Es feliz?”.
Alejandro no supo responder.
Emilio continuó: “Ayer, una niña se sentó a mi lado y me habló de su perro. Esos 10 minutos valieron más que todas mis conferencias. Cuando perdí todo, aprendí a vivir”.
Alejandro, con el corazón en un puño, aceptó el diario que Emilio le entregó: páginas escritas en 12 idiomas, un testimonio de humanidad pura.
“Empiece pequeño”, le aconsejó Emilio. “Hoy, siéntese en silencio. Mañana, hable *de verdad* con alguien”.
Alejandro se marchó, transformado. Llevaba bajo el brazo más que un diario: una lección. Que la riqueza no está en los euros, sino en las conexiones. Que un mendigo puede ser el mejor maestro. Y que, a veces, hay que perderlo todo para encontrarse a uno mismo.
**Moraleja:** La vida no se mide en cuentas bancarias, sino en momentos que tocan el alma. El verdadero éxito es saber escuchar… y, sobre todo, saber *vivir*.