“Finge que eres mi esposa frente a todos”, ordenó el millonario a la joven. Martina Gutiérrez nunca imaginó que aceptar un trabajo de camarera en un hotel de cinco estrellas en Madrid cambiaría su vida para siempre. A sus 24 años había dejado su pueblo natal en Toledo apenas seis meses atrás, con solo una maleta y el sueño de estudiar economía.
El sueldo en el Hotel Ritz apenas le alcanzaba para pagar el alquiler de su pequeño apartamento en el barrio de Malasaña, pero era un trabajo honrado que le daba esperanzas. Aquella mañana de marzo, el aire olía a cerezos en flor, típico de la primavera madrileña. Martina doblaba las toallas en el carrito cuando escuchó pasos apresurados en el pasillo de la sexta planta.
“Disculpe, señorita.” Una voz masculina, con el acento pulido de quien había crecido en los barrios más selectos de la ciudad. Al volverse, vio a un hombre alto, de cabello castaño con algunas canas en las sienes y ojos oscuros. Llevaba un traje azul marino impecable y un maletín de piel que probablemente valía más que tres meses de su salario.
“Sí, señor, ¿en qué puedo ayudarle?”, respondió Martina, ajustándose nerviosa el uniforme.
“Me llamo Javier Fernández. Necesito tu ayuda con algo… fuera de lo común.” Miró alrededor, asegurándose de que estaban solos. “¿Podemos hablar en privado? Es urgente.”
Martina dudó. Javier parecía rondar los cuarenta y tantos, y había algo en su mirada, una mezcla de desesperación y determinación, que la hizo asentir. “Solo unos minutos, tengo más habitaciones que limpiar.”
La llevó a un pequeño salón privado al final del pasillo y cerró la puerta con cuidado. “Lo que voy a pedirte te parecerá extraño, pero necesito tu ayuda.” Respiró hondo. “Esta noche mi familia celebra una cena en Botín. Es complicado de explicar, pero necesito que alguien finja ser mi esposa frente a ellos.”
Martina abrió los ojos como platos. “¿Cómo que finja? Ni siquiera le conozco.”
“Lo sé, suena disparatado.” Se pasó una mano por el pelo. “Mi familia tiene ciertas… expectativas sobre mi vida personal. Creen que llevo dos años casado. Permití que lo pensaran para evitar presiones sobre el matrimonio y los hijos.”
“¿Y por qué me lo pide a mí? ¿No hay agencias para esto?”
“Necesito a alguien auténtica, que no forme parte de sus círculos.” Sacó la cartera. “Te pagaré 5.000 euros por esta noche. Solo tendrás que sonreír, ser amable y actuar como si me conocieras bien.”
5.000 euros. Más de lo que ganaba en un mes. Podría pagar la matrícula de la universidad y aún le sobraría.
“¿Por qué debería confiar en usted?” preguntó, cruzando los brazos.
Javier la miró con una vulnerabilidad que no había mostrado antes. “Porque te estoy diciendo la verdad desde el principio. Podría haberte mentido, pero elegí ser honesto.” Extendió la mano. “Tengo 43 años, dirijo una empresa tecnológica, y mi familia cree que soy un fracaso por no haberme casado.”
Martina observó su mano, luego su rostro. Algo en él le pareció sincero.
“Martina Gutiérrez. 24 años, estudiante de economía y, al parecer, su esposa temporal.”
Javier sonrió, y Martina notó cómo aquella expresión le transformaba el rostro. “¿Aceptas?”
“Acepto. Con condiciones: nada de contacto físico más allá de lo necesario, me recoge a las ocho y me trae de vuelta sana y salva, y si alguien pregunta algo demasiado personal, usted cambia de tema.”
“Trato hecho.”
Al salir, Javier dejó su tarjeta sobre la mesa: *Javier Fernández, CEO de Tecnovisión, Madrid*. Por primera vez en meses, Martina sintió que quizá se estaba metiendo en algo más grande de lo que imaginaba.
A las ocho en punto, un Audi negro se detuvo frente a su edificio en Malasaña. Llevaba un vestido azul marino prestado por su compañera de piso.
“Estás preciosa,” dijo Javier al verla, vestido con un traje gris perla.
Durante el trayecto, le explicó: “Mi padre, Alberto Fernández, tiene 70 años. Hombre de negocios, tradicional. Mi madre, Isabel, es más comprensiva, pero igual de preocupada. Mi hermana Lucía, casada con dos hijos, siempre ha sido la favorita. Y mi hermano pequeño, Hugo, lleva años con su novia.”
“¿Y por qué nunca se casó de verdad?” preguntó Martina.
Javier apretó el volante. “A los 35 tuve una relación seria. Cuando llegó el momento de comprometerme, entendí que solo lo hacía por presión, no por amor.”
“Suena honesto.”
Llegaron a Botín, el restaurante más antiguo de Madrid. La familia ya estaba reunida.
“Javier, cariño,” Isabel se levantó para abrazarlo. “Y esta debe ser nuestra querida Martina.”
El corazón de Martina latió con fuerza.
“Sí, mamá. Mi esposa, Martina Gutiérrez de Fernández,” dijo Javier, con la mano en su espalda.
La cena transcurrió sin problemas hasta que Lucía preguntó: “¿Y para cuándo los sobrinos?”
Javier tomó la mano de Martina bajo la mesa. “Estamos intentándolo, pero preferimos no hablar de ello aún.”
El alivio inundó a Martina. Pero cuando, al final de la noche, toda la familia esperaba que se besaran, Javier lo hizo con una ternura que la dejó sin aliento.
En el coche, confesó: “Alejandra, mi ex, sospecha algo. Preguntó detalles que no supe responder bien.”
“Esto se nos está yendo de las manos,” admitió Martina.
Javier la miró. “Martina, ¿y si dejamos de fingir? ¿Y si intentamos que esto sea real?”
Tres meses después, frente a su familia reunida en Casa Lucio, contaron la verdad.
“Nos mentiste,” dijo Alberto, grave.
“Pero también nosotros te presionamos,” reconoció Isabel.
Al final, aceptaron su relación. Un año después, Javier se arrodilló en la Universidad Complutense, donde Martina se graduaba.
“Martina Gutiérrez, empezaste fingiendo ser mi esposa. ¿Te casarías conmigo de verdad?”
Ella se arrodilló también. “La primera vez fue por dinero. Esta vez es porque te amo.”
Se casaron en una pequeña iglesia de Toledo. No fue una boda lujosa, pero sí auténtica. Como su amor, que había nacido de una mentira, pero floreció en la verdad.