**10 de septiembre, Madrid**
El marido no sabía que el padre de su esposa embarazada era el dueño del juzgado. Ahí estaba, junto a su amante, riendo—sí, riendo—mientras ella le daba una patada en el vientre a su mujer con tal fuerza que esta cayó al suelo, abrazándose el estómago, suplicando que su bebé no muriera. La amante, con su vestido rojo ajustado y los pendientes de diamantes, volvió a patear, más fuerte aún, gritando que la esposa se lo merecía.
Él, el hombre que un día juró amarla para siempre, sacó el móvil y grabó a su mujer embarazada, sangrando sobre el mármol, las manos aferradas a su vientre hinchado donde el bebé ya no se movía. Pero lo que la amante ignoraba, lo que él no podía ver por su arrogancia, era que el juez sentado a tres metros, observando cómo su hija arrastraba un reguero de sangre hacia el estrado, era su padre. El hombre que controlaba ese tribunal, todos los abogados y cada prueba que habían intentado ocultar. El padre de la mujer embarazada, con la mandíbula apretada y el mazo temblando en su mano, no veía a su hija desde que tenía seis años. Pero ahora, al ver cómo la vida de su hija se desangraba en su propia sala mientras su marido se reía, algo primitivo e imparable despertó en él.
Lo que ocurrió después dejó a la amante suplicando un perdón que nunca llegaría, y al marido pidiendo clemencia al único hombre en el mundo que ya no tenía ninguna para dar. Pero, ¿cómo terminó el padre de esa mujer, que la perdió décadas atrás, justo en el juzgado donde asesinaban a su hija? Y ¿qué secreto sobre el bebé haría su venganza aún más devastadora?
Tres horas antes, la mañana había comenzado con otra violencia. Sofía Martínez, siete meses embarazada y agotada, estaba en la cocina de la mansión que creyó su hogar, viendo cómo su marido, Alejandro, hacía las maletas. No para un viaje de negocios. Para ella. Le dijo que tenía hasta el mediodía para irse. Su amante, Verónica, se mudaba ese mismo día. Las manos de Sofía temblaban al aferrarse a la encimera. Le preguntó por su bebé, por la niña que crecía dentro de ella y a la que él había jurado amar. Alejandro ni siquiera alzó la vista del móvil. Dijo que Verónica también estaba embarazada, y que ese bebé importaba más. Que Sofía se había vuelto aburrida, débil e inútil.
Que sus abogados ya tenían listos los papeles del divorcio y que tendría suerte si la dejaban ver a su hija una vez al mes, vigilada. Sofía sintió que las piernas le flaqueaban, pero no lloró. Ya había llorado todas las noches desde que descubrió la infidelidad. Lloró cuando Alejandro empezó a llegar a casa oliendo al perfume de Verónica. Lloró cuando dejó de tocar su vientre para sentir las patadas de su hija. Lloró cuando la mandó a dormir a la habitación de invitados porque su cuerpo embarazado le daba asco. Pero esa mañana, en la cocina donde le había hecho tartas de cumpleaños y lo había besado en Navidad, decidió que no se iría en silencio.
Le dijo que pelearía por la custodia, por la manutención, por la mitad de todo lo que habían construido juntos. Entonces, su expresión cambió. La máscara de indiferencia se quebró, y bajo ella había algo frío y reptiliano. Se acercó tanto que olió el café en su aliento y susurró que, si se atrevía a enfrentarlo en el juzgado, se aseguraría de que nunca volviese a ver a su hija.
Que tenía dinero, poder y abogados capaces de probar que estaba mentalmente inestable. Que ya había pagado a un médico para declarar que sufría psicosis prenatal. Luego sonrió, la misma sonrisa de la que se enamoró seis años atrás, y le dijo que la audiencia era en dos horas. Ya había presentado una petición urgente. Ya había congelado sus cuentas. Ya había metido todas sus pertenencias en un trastero en las afueras. Sofía sintió que el cuarto giraba alrededor mientras la presión en su pecho aumentaba. Posó la mano en su vientre y notó una patada débil de su hija, como si sintiera su pánico.
Alejandro salió de la cocina y, segundos después, entró Verónica con una bata de seda que era de Sofía. Se sirvió café en su taza favorita y se sentó como si fuera su casa. Porque, al parecer, ahora lo era. Verónica la miró sin rastro de culpa, solo triunfo. Le dijo que Alejandro nunca la había amado, que solo se casó por la imagen de hombre de familia que le daba credibilidad. Que llevaba planeando dejarla desde el día que dio positivo en el test. Luego, añadió algo que heló la sangre de Sofía: que, cuando naciera su bebé, Alejandro obtendría la custodia total y ella la criaría como suya.
Que la niña la llamaría “mamá” y olvidaría a Sofía para siempre. Ella miró a esa mujer, esa extraña que le había arruinado la vida, y por primera vez en meses, sintió algo más fuerte que tristeza. Rabia. Pura, ardiente e inquebrantable. Le dijo que se verían en el juzgado. Verónica soltó una risa idéntica a la de Alejandro y le espetó que no tenía idea con quién se estaba metiendo. Luego se inclinó y susurró que se aseguraría de que el bebé naciese antes de tiempo, “como fuera”. La amenaza quedó flotando como veneno. Sofía salió de la casa con las manos temblando tanto que apenas podía sostener las llaves del coche. No tenía dinero, ni abogado, ni plan. Pero guardaba algo que Alejandro desconocía.
Un nombre. Un recuerdo. Un hombre de pelo plateado al que no veía desde los seis años, pero cuyo rostro nunca olvidó. Su padre. El juez Fernando Martínez. El magistrado más influyente en casos de familia de la comunidad. El hombre del que su madre la había alejado en una batalla legal tan feroz que llegó a los periódicos veintitrés años atrás. Su madre le dijo que él no la quería, que había elegido su carrera antes que su familia. Pero Sofía guardaba una foto escondida bajo su cama de la infancia: su padre cargándola sobre sus hombros en un parque, ambos riendo, sus ojos llenos de un amor tan fiero que traspasaba la imagen. Siempre se preguntó si su madre mintió. Ahora, conduciendo hacia el juzgado con su hija moviéndose inquieta dentro de ella, estaba a punto de descubrirlo.
El juzgado olía a madera vieja y miedo. Sofía estaba sola en la mesa del demandante, las manos protegiendo su vientre, intentando respirar con calma. Al otro lado, Alejandro se sentaba entre su abogado y Verónica, los tres cuchicheando con sonrisas de club social, no de audiencia. Su defensora de oficio, una mujer cansada con manchas de café en la chaqueta, ya le había advertido: con el dinero y los contactos de su marido, tendría suerte si la dejaban ver a su hija dos veces al mes, vigilada.
El alguacil anunció el inicio de la sesión y el corazón de Sofía casi se detuvo. Porque entrando por la puerta de la sala, con la toga negra ondeando y el pelo plateado brillando bajo la luz, estaba el hombre de la foto. Su padre. El juez Fernando Martínez. Se dirigió al estrado con la precisión de quien lleva treinta años gobernando juzgados. Su rostro no mostraba emoción, solo profesionalismo. Pero cuando su mirada recorrió la sala y se posó en Sofía, algo titiló. Apretó el mazo. La mandíbula se tensó. Ella sintió el ardor de las lágrimas. ¿La reconocíaEl juez Fernando Martínez inclinó la cabeza, sus ojos nunca dejaron de brillar con la determinación de un padre que finalmente protegería a su hija, y murmuró en voz baja pero llena de firmeza: “Nadie volverá a lastimarte, mi pequeña leona, porque ahora tienes a tu padre de vuelta y la justicia de mi lado”.