¿Eres el líder?” Niña con un ojo morado pregunta a un motero mayor: “Mi nuevo padre me pega.

5 min de leitura

Capítulo 1: La Promesa en la Feria

El calor de agosto pegaba el chaleco de cuero de Roca a su espalda. Era un día horrible para una feria, y aún peor para la recogida de juguetes benéfica. A sus 62 años, el presidente del Club de Moteros Los Salvadores de Hierro odiaba el algodón de azúcar, los gritos de los feriantes y, sobre todo, que la “gente de bien” de aquel pueblecito de Toledo lo mirase con recelo.

Sus 27 hombres —los “27 de Hierro”, como los había llamado con nerviosismo el periódico local— se desplegaron por el recinto, sus chalecos con parches destacando entre los colores pastel de la feria. No estaban allí para divertirse. Su reglamento lo exigía: un acto benéfico por trimestre. Esta vez, recogían ositos de peluche en una caja polvorienta junto a la caseta de “Adivina tu Peso”.

Roca —cuyo nombre real, Arturo Méndez, solo usaba Hacienda desde hacía décadas— se apoyó en un puesto de churros, los brazos cruzados. Su rostro era un mapa de arrugas talladas por el sol y el viento. La barba, más blanca que negra. Un hombre imponente, lo sabía. Pero hoy solo se sentía viejo.

En días como este, rodeado de niños gritones y familias perfectas, el fantasma de su hermana, Lucía, se le acercaba. Un recuerdo frágil: coletas y un diente perdido. Él tenía dieciséis años, ya alto para su edad, pero no lo suficiente. No lo bastante fuerte para parar a su padre. Cuando los servicios sociales aparecieron, Roca ya era mayor de edad, y Lucía… desapareció. Tragada por el sistema. Había pasado décadas buscándola. Había fracasado en su única misión: protegerla. Los Salvadores de Hierro, su club, su vida… solo eran un ruidoso parche para ese silencioso fracaso.

—Perdone.

Roca no se movió. La gente solía apartarse de él.

—Perdone, señor.

La voz era diminuta, clara, y venía de la altura de su rodilla. Bajó la mirada.

Allí estaba ella. No lloraba como los niños perdidos junto al tiovivo. No reía. Simplemente… estaba. Tendría unos ocho años, delgada para su edad, con el pelo castaño revuelto y una camiseta barata que le quedaba enorme.

Y un ojo morado.

No era un moratón fresco, sino amarillento, de días atrás. Llevaba más marcas en los brazos, con forma de dedos.

La sangre de Roca se heló. No apartó los brazos, pero todo su cuerpo se tensó. Conocía esa mirada. La había visto en el espejo de su madre. En Lucía.

La niña no se inmutó. Miró el parche de “Presidente” en su chaleco.

—¿Es usted el jefe? —preguntó, sin entonación, como si leyera un informe.

Roca tragó saliva antes de responder, con voz ronca:

—Lo soy.

Ella asintió, satisfecha. Lo escrutó, con un ojo marrón claro y otro hinchado. Buscaba algo.

—Mi padrastro me pega —dijo, con la misma frialdad—. Y a mi madre. También la pega.

El mundo alrededor de Roca se borró. La música, los olores, el calor… todo dejó de existir. Solo quedaba esa niña, plantada en los escombros de su vida, contándolo como si hablara del tiempo.

Quería rugir. Quería buscar a ese “padrastro” y romperle los dedos uno a uno. Quería subirla a su moto y huir hasta que Toledo fuese un recuerdo.

Pero no podía. Tenía 62 años, no 22. Y esto no se arreglaba con una cadena.

Finalmente, bajó los brazos. Se agachó, con un crujido de cuero y huesos protestones. Ahora estaba a su altura. Y vio a Lucía, escondida en el armario, suplicándole que no hiciera ruido.

—¿Cómo te llamas, pequeña? —preguntó, más áspero de lo que quería.

—Nerea.

—Vale, Nerea. —No supo qué decir. Era presidente de un club, líder de hombres duros. Negociaba con bandas rivales y plantaba cara a la policía. Esto… no sabía qué era esto.

Entonces Nerea soltó la pregunta que le partió el alma:

—¿Quiere ser mi padre?

No era una petición. Era una propuesta. Una súplica desde la trinchera. El corazón de Roca, un trozo de cuero viejo que creía inservible, se rajó. Vio todo en ese instante: el futuro que podría darle, y el pasado que no pudo cambiar.

—No, pequeña —dijo, con un nudo en la garganta—. No puedo ser tu padre.

Vio cómo la chispa de esperanza en sus ojos se apagaba, y eso casi lo mató.

—Pero —añadió rápido— puedo ser tu amigo. Un amigo que… impide que la gente sea mala.

Ella lo miró fijo.

—Él me da miedo —susurró, con un temblor infantil—. Y a mi mamá también. Dice que es importante. Que nadie me creerá.

—Yo te creo —la firmeza de su propia voz lo sorprendió. Metió la mano en su chaleco, más allá de los cigarrillos, y sacó una libreta de cuero y un boli. Arrancó una hoja.

—Este es mi número —escribió—. El mío, no el del club. —Le tendió el papel, que parecía un trozo de servilleta—. Si él te asusta. Si alguna vez tienes miedo… llama. Día o noche. No importa. Vendremos.

Enfatizó el “vendremos”. Miró por encima del hombro. Dos de sus hombres, “Cura” y “Oso”, al verlo hablar con la niña, se habían acercado. Dos estatuas de cuero.

Nerea miró el papel, a los hombres, y de nuevo a Roca. Por primera vez, su expresión cambió. Un asentimiento casi imperceptible. DobY cuando Nerea levantó su trofeo en el escenario del colegio, con Roca y los 27 de Hierro aplaudiendo como locos entre lágrimas, supo que por fin había encontrado a la familia que siempre mereció.

Leave a Comment