En mi boda, mi suegra adulteró mi champán… ¡así que cambié las copas!

6 min de leitura

La vi pasando su mano sobre mi copa de champán durante exactamente tres segundos. Tres segundos que lo cambiaron todo. La copa de cristal reposaba en la mesa principal, esperando el brindis, esperando que la llevara a mis labios para beber lo que mi nueva suegra acababa de soltar dentro.

La pastilla blanca se disolvió rápido, dejando apenas rastro en las burbujas doradas. Matilde no sabía que la observaba. Creía que estaba al otro lado del salón, riendo con mis damas de honor, perdida en la alegría de mi boda. Pensó que estaba sola. Pensó que nadie la vería.

Pero lo vi todo. El corazón me golpeaba las costillas mientras la veía mirar a su alrededor, nerviosa, sus dedos perfectamente manicurados temblando al alejarse de mi copa. Una sonrisa pequeña, satisfecha, se dibujó en sus labios… del tipo que te hiela la sangre. No lo pensé. Solo actué.

Para cuando Matilde volvió a su sitio, alisando su carísimo vestido de seda y adoptando su sonrisa de madre del novio, ya había hecho el cambio. Mi copa estaba ahora frente a su silla. La suya, la limpia, esperaba por mí.

Cuando Adrián se levantó, impecable en su esmoquin, y alzó su champán para el primer brindis de nuestra vida como marido y mujer, sentí que lo veía todo como entre niebla. Sus palabras sobre amor y eternidad resonaron extrañas en mis oídos. Su madre, a su lado, radiante, llevó a sus labios el champán adulterado.

Debería haberla detenido. Debería haber gritado, apartado la copa de un manotazo y desenmascararla delante de todos. Pero no lo hice. Quería saber qué había planeado para mí. Quería pruebas. Quería que todos vieran quién era Matilde bajo su máscara de perfecta, benévola, pilar-de-la-comunidad.

Así que vi a mi suegra beber el veneno que había preparado para mí. Y entonces, se armó la de Dios es Cristo.

*¡Antes de seguir, cuéntanos desde qué país nos sigues! Nos encanta saber dónde está nuestra gran familia. Y si es tu primera vez en este canal, suscríbete. Tu apoyo nos ayuda a traer más historias épicas de venganza. ¡Disfruta!*

La mañana de mi boda, me desperté creyendo en los cuentos de hadas. La luz del sol entraba por las ventanas de la suite nupcial en la Hacienda Rosales, bañándolo todo en un dorado suave. Mi mejor amiga, Lucía, ya estaba despierta, colgando mi vestido—un precioso traje blanco marfil con mangas de encaje—junto a la ventana.

“Hoy es el día, Raquel”, susurró, con los ojos brillantes. “Te casas con Adrián”.

Sonreí hasta dolerme los pómulos. Como si no lo supiera. Mi Adrián. Tras tres años juntos, por fin lo hacíamos, por fin seríamos marido y mujer.

“No me creo que sea real”, dije, apretando las manos contra el estómago, donde las mariposas habían instalado su residencia permanente.

Entró mi madre, ya peinada, maquillada a la perfección, con una bandeja de café y pastas. “Mi niña preciosa”, dijo, dejando la bandeja y abrazándome fuerte. “Estoy tan orgullosa”.

Mi hermana pequeña, Sofía, entró detrás, chillando. “¡Acaban de llegar las flores y están preciosas! ¡Raquel, todo es perfecto!”.

Todo era perfecto. O eso creía.

La ceremonia transcurrió sin un fallo. Caminé hacia el altar del brazo de mi padre, que intentaba esconder las lágrimas. La capilla antigua estaba decorada con miles de rosas blancas y velas. Adrián, en el altar, parecía sacado de un sueño, su pelo negro perfectamente peinado, sus ojos grises clavados en mí con tal intensidad que olvidé respirar.

Cuando levantó mi velo y susurró: “Eres lo más hermoso que he visto jamás”, creí que era el inicio de mi “felices para siempre”. Su mejor amigo, Javier, estaba a su lado como padrino, sonriendo. El hermano pequeño de Adrián, Daniel, de 19 años, incómodo en su esmoquin, me sonrió con cariño. Siempre nos habíamos llevado bien.

Matilde, en la primera fila, secaba sus ojos con un pañuelo de encaje, haciendo el papel de madre emocionada a la perfección. El padre de Adrián, Alberto, rígido y formal como siempre, a su lado. Dijimos nuestros votos. Intercambiamos anillos. Nos besamos entre aplausos. Debería haber sabido que era demasiado perfecto para durar.

El banquete fue en el salón principal de la hacienda, un espacio espectacular con techos altos, lámparas de cristal y ventanales que daban a los jardines. Trescientos invitados ocupaban la sala: amigos, familia, compañeros de trabajo, primos lejanos que apenas conocía. La primera hora fue mágica. Adrián y yo bailamos nuestro primer vals con “Historia de un amor”. Bailé con mi padre mientras lloraba sin disimulo. Adrián bailó con Matilde, que sonreía con esa sonrisa tensa y controlada de siempre.

Estaba hablando con Lucía y mi prima Marta cuando sentí ese cosquilleo incómodo en la nuca, esa extraña sensación de que alguien te observa. Me giré y vi a Matilde mirándome fijamente desde el otro lado de la sala. No era la mirada cálida de una suegra admirando a su nuera. Era algo frío, calculador.

Nuestras miradas se cruzaron, y su expresión cambió a una sonrisa cordial. Levantó ligeramente su copa de champán en mi dirección, como brindando. Le devolví la sonrisa a la fuerza, pero el estómago se me encogió.

“¿Estás bien?”, preguntó Lucía, tocándome el brazo.

“Sí”, mentí. “Es solo… abrumador. Pero feliz”.

Pero no estaba bien. Algo no encajaba, aunque no podía explicar qué. Matilde nunca me había aceptado. Desde que Adrián nos presentó hacía dos años, fue fría, educada pero distante. Nunca dijo nada cruel directamente, pero fueron mil pequeños cortes: comentarios sobre que mi trabajo de profesora no era lo suficientemente prestigioso, preguntas sobre mis orígenes que parecían interrogatorios, insinuaciones de que Adrián “aún era joven” y podía esperar.

Adrián lo restaba importancia. “Mamá es sobreprotectora”, decía. “Al final se ablandará”. Pero no lo hizo.

Las semanas previas a la boda fueron tensas. Matilde opinaba sobre todo: que la hacienda era demasiado simple, que mi vestido era demasiado austero, que había demasiada familia mía y poca de ellos en la lista de invitados. Intentó tomar el control, sugiriendo posponerla para hacerla “como Dios manda” con su organizadora de eventos, su catering, su visión.

Me mantuve firme. Era mi boda—nuestra boda. Ella sonrió forzadamente y dijo: “Como tú digas, cariño”. Pero sus ojos eran hielo. Ahora, viéndola moverse entre los invitados, perfectamente vestida, peinada, calculadora, esa inquietud crecía.

“Pronto los brindis”, dijo Sofía, apareciendo con otra copa de champán. “¿Lista?”.

La tomé, el cristal frío en mi mano. “Lo más lista que estaré”.

Las copas estaban alineadas en la mesa principal, preparadas por el catering. Una para mí, una para Adrián, una para cada invitado especial. Dejé la mía en mi sitio y fui a retocarme el maquillaje. Lucía vino conmigo, parloteando sobre lo perfecto que estaba todo.

Cuando volvimos al salón, el DJ anunciaba que empezarían los brindis. Los invitados se acomodaban. Estaba aY así, mientras la ambulancia se llevaba a Matilde y los murmullos llenaban lo que debía ser el día más feliz de mi vida, me di cuenta de que en los cuentos de hadas, a veces las brujas llevan vestidos de diseñador y sonrisas falsas.

Leave a Comment