Me llamo Leticia, tengo veintiséis años, nací en una familia humilde en la costa de Andalucía. Mi padre murió joven, mi madre estaba siempre enferma y tuve que dejar los estudios después de la ESO para trabajar como jornalera. Tras años de lucha, conseguí empleo como sirvienta en una de las familias más ricas de Madrid: los Delgado.
Mi marido —Álvaro Delgado— es el hijo único de esa familia. Guapo, educado y de carácter tranquilo, pero siempre con una distancia invisible. Trabajé allí casi tres años, en silencio, con la mirada baja, sin imaginar jamás que podría ser parte de su mundo. Hasta que un día, doña Carmen Delgado me llamó al salón y, colocando ante mí un certificado de matrimonio, me dijo:
—Leticia, si aceptas casarte con Álvaro, la casa junto al lago de Sanabria, en Zamora, será tuya. Es nuestro regalo de boda.
Me quedé sin habla. ¿Cómo podía una sirvienta como yo merecer a su amado hijo? Creí que era una broma, pero su mirada era seria. No entendía por qué me elegían, solo sabía que mi madre estaba grave y los gastos del tratamiento eran una carga imposible. Mi corazón quería rechazarlo, pero mi fragilidad y el miedo por mi madre me hicieron asentir.
La boda fue más lujosa de lo que soñé. Llevaba un vestido rojo bordado en oro, sentada junto a Álvaro, impecable en su traje negro, y aún me parecía un sueño. Pero sus ojos fríos escondían algo que no alcanzaba a comprender.
La noche de bodas, la habitación olía a rosas. Álvaro, con su camisa blanca, tenía el rostro tallado en piedra, pero su mirada era triste. Cuando se acercó, todo mi cuerpo tembló. Y entonces, la verdad salió a la luz.
Álvaro no podía ser mi esposo en el sentido tradicional. Un defecto congénito se lo impedía. En ese instante, todo cobró sentido: la casa junto al lago, la razón por la que una chica pobre entró en esa familia. No era por mí, sino porque necesitaban una esposa en apariencia.
Las lágrimas cayeron sin control. Álvaro se sentó junto a mí y susurró:
—Perdóname, Leticia. No mereces esto. Sé de tus sacrificios, pero mi madre… necesita seguridad. No puedo negarme.
Bajo la luz tenue, vi sus ojos húmedos. Aquel hombre frío también sufría. No éramos tan distintos: ambos víctimas del destino.
Los días siguientes fueron extraños. No había pasión, solo respeto y compañía. Álvaro era amable: por las mañanas me preguntaba por mí, al mediodía paseábamos por el lago de Sanabria para ver las nubes sobre las montañas, y por las noches cenábamos y charlábamos. Ya no me trataba como a una sirvienta, sino como a una igual. Eso me conmovía, aunque mi mente recordaba que jamás tendríamos un matrimonio convencional.
Una tarde, escuché por casualidad a doña Carmen hablar con su médico: padecía del corazón y no le quedaba mucho tiempo. Temía que, al morir, Álvaro se quedara solo para siempre. Me eligió porque me veía sumisa, trabajadora y sin ambición. Confiaba en que no lo abandonaría.
Al descubrirlo, algo cambió dentro de mí. Creí que me habían usado, pero en realidad me eligieron por confianza. Ese día juré que, pase lo que pase, no dejaría a Álvaro.
Una noche de tormenta en Madrid, Álvaro se retorció de dolor. Asustada, lo llevé al Hospital Ramón y Cajal. Inconsciente, apretó mi mano y murmuró:
—Si algún día esto es demasiado, vete. La casa es tuya. No quiero que sufras por mí.
Rompió a llorar. ¿Cuándo se había ganado mi corazón? Apreté su mano con fuerza:
—Pase lo que pase, no te dejaré. Eres mi familia.
Tras aquella crisis, Álvaro despertó. Al verme allí, sus ojos brillaron con lágrimas… y calidez. No necesitábamos un matrimonio perfecto. Nos bastaban la comprensión y un amor silencioso, pero firme.
La casa junto al lago ya no era un premio, sino un hogar. Yo planto geranios en el balcón; él pinta en su estudio. Cada tarde nos sentamos a escuchar la lluvia en Zamora y hablar de nuestros pequeños sueños.
Quizá la felicidad no sea la perfección, sino encontrar a alguien que, a pesar de todo, elija quedarse. Y yo la encontré… desde aquella fría noche de bodas.