Era una noche lluviosa en Toledo. Lucía estaba sentada en el suelo frío, abrazando su vientre que empezaba a redondearse. En la sala, Daniel hablaba en voz baja con una mujer cuya identidad no hacía falta adivinar. Ya no le quedaban fuerzas para preguntar: todo estaba claro.
Lo había dado todo: volvió a trabajar, ayudó a Daniel a montar su restaurante en Toledo y soportó humillaciones. Pero cuando el negocio despegó, las primeras palabras que escuchó fueron: «Ahora te quiero».
Al principio pensó que lo aguantaría. Por el niño. Pero cuando Daniel arrojó la ecografía y dijo con frialdad: «Hazlo, yo pagaré todo», entendió que no había vuelta atrás.
En silencio, metió en su bolsa algo de ropa y sus ahorros. Antes de irse, miró la foto de boda colgada en la pared y susurró: «No voy a llorar más».
Tomó el autobús hacia Valencia: una ciudad lo suficientemente grande para desaparecer, lo bastante lejana para no ser encontrada, lo suficientemente nueva para renacer.
Ya en su quinto mes de embarazo, llegó sin casa, sin familia, sin trabajo… solo con el fuego de vivir por su hijo.
Consiguió trabajo como camarera en un pequeño bar cerca del puerto. La dueña, doña Carmen, se apiadó de ella y le ofreció un cuartito detrás de la cocina. «Así es la vida, pequeña. A veces hay que ser más valiente de lo que una cree», le decía.
En octubre, nacieron en el hospital dos niñas gemelas. Las llamó Alma y Vega, deseando que sus vidas fueran fuertes y luminosas, como sus nombres.
Pasaron siete años. Lucía tenía ya una pequeña floristería en la Calle Mayor, suficiente para mantenerlas a las tres. Las gemelas eran inteligentes: Alma, risueña; Vega, reflexiva… pero ambas adoraban a su madre.
En Nochebuena, al ver las noticias, Lucía vio a Daniel en la pantalla: convertido en un exitoso empresario en Toledo, dueño de una cadena de restaurantes, casado con Belén, su antigua amante. Sonreían a la cámara, la imagen perfecta de una familia feliz.
Pero su sangre ya no hervía. Solo quedaban desprecio y una sonrisa fría.
Miró a sus hijas, llenas de vida. Niñas que su padre quiso que no existieran, pero que ahora eran su razón de ser.
Esa noche, escribió en Facebook, después de siete años de silencio:
«He vuelto. Y ya no soy la Lucía de antes».
El regreso
Tras Navidad, Lucía regresó a Toledo con las gemelas. Alquiló una casita cerca de la plaza y adoptó el nombre de Laura Santos.
No buscaba el perdón de Daniel. Solo que probara el mismo dolor que él le causó.
Aplicó como organizadora de eventos en su cadena de restaurantes. Bajo su nueva identidad, pronto se hizo conocida como Laura: profesional, decidida, amable. Daniel no la reconoció; al contrario, parecía fascinado por ella.
—«Me resultas familiar. ¿Nos hemos visto antes?» —preguntó Daniel en una fiesta de la empresa.
Laura sonrió, con frialdad en los ojos:
—«Quizá en otro vida. Pero yo soy el tipo de mujer que pronto se olvida».
Una inquietud le heló el pecho.
El descubrimiento
Semanas después, Daniel se sentía cada vez más intrigado por Laura. Ella, mientras, dejaba caer pistas: la canción que él solía tararear, el plato que cocinaba para Lucía, el verso de un poema que una vez le dedicó.
Daniel no pudo ignorarlo. ¿Quién era realmente Laura?
Investigó su pasado y solo encontró esto: Laura Santos, nacida en Valencia, madre soltera de gemelas.
¿Gemelas? Un escalofrío le recorrió la espalda.
Un día, se presentó en su casa sin avisar. Al abrirse la puerta, aparecieron dos niñas. Una lo miró y preguntó:
—«Señor, ¿por qué me parezco a usted?»
Fue como si le arrojaran un cubo de agua helada.
Laura apareció entonces y dijo:
—«Ya lo ves. Estas son tus hijas».
Daniel palideció.
—«¿Tú… eres Lucía?»
Ella asintió.
—«No. Soy la madre de las niñas que quisiste que no nacieran. La mujer a la que enterraste en vida por tu amante».
Daniel quedó paralizado. Los recuerdos lo golpearon: su frialdad, sus palabras. Y ahora, ante él, dos niñas vivas, testigos de su culpa.
Esa misma noche, Daniel volvió y se arrodilló ante su puerta. Llorando, suplicó:
—«Perdóname. Déjame ser su padre».
Pero Laura respondió con firmeza:
—«No mereces ese título. Las rechazaste. ¿Ahora quieres redimirte? Mis hijas no son monedas de cambio».
—«Solo quiero compensar…»
—«Compensarás», lo cortó. «A partir de mañana, firmarás el 20 % de las acciones de tus restaurantes a favor de la Fundación para Madres Solteras. Y lo escribirás tú mismo: como penitencia».
Daniel tembló:
—¿Usas a mis hijas para esto?
Laura sonrió sin calidez:
—«No. Es el precio de tu error. Para que aprendas lo que es responsabilidad».
Meses después, Laura y las gemelas volvieron a Valencia. Daniel se quedó: demacrado, en silencio, visitando cada día la fundación que ahora llevaba su nombre. Escuchaba historias de mujeres traicionadas, como él traicionó a Lucía.
Una tarde, Alma le preguntó:
—«Mamá, ¿por qué él no es nuestro papá?»
Laura acarició suavemente sus cabezas:
—«Porque no os eligió. Yo sí: os elegí cada día. Así que llamadme a mí, es suficiente».
Y así termina esta historia: no con gritos, sino con la tranquilidad de una mujer que convirtió su dolor en fuerza. Porque la verdadera justicia no es venganza, sino vivir en paz, sabiendo que la dignidad nunca se negocia.