Ella abortó por su marido, pero escapó para dar a luz. Siete años después, regresó con sus hijas para vengarse.

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Era una noche fría y lluviosa en Segovia. Marta estaba sentada en el suelo de piedra, abrazando su vientre que ya empezaba a curvarse. En la sala contigua, Javier susurraba con una mujer cuyo nombre no hacía falta pronunciar en voz alta. No tenía fuerzas ni para preguntar: todo estaba más claro que el agua.

Lo había dado todo: volvió a trabajar, ayudó a Javier a levantar su asador en plena Plaza Mayor y tragó su orgullo. Pero cuando el negocio despegó, las primeras palabras que escuchó fueron: *”Ahora sí te quiero”*.

Al principio creyó que lo aguantaría. Por el bebé. Pero cuando Javier tiró la ecografía al suelo y dijo con voz de hielo: *”Acaba con esto, yo pago todo”*, entendió que no quedaba nada a lo que volver.

En silencio, metió en su vieja mochila algo de ropa y los ahorros escondidos en una lata. Antes de salir, miró la foto de boda colgada en la pared y murmuró: *”No voy a llorar más”*.

Tomó el tren hacia Valencia: una ciudad suficientemente grande para desaparecer, suficientemente lejana para no ser encontrada, suficientemente nueva para renacer.

Cuando llegó, ya estaba de cinco meses. Sin techo, sin familia, sin trabajo… solo el fuego de vivir por su hijo.

Consiguió empleo como camarera en una tasca cerca del Mercado Central. La dueña, doña Carmen, se apiadó de ella y le ofreció un cuartito detrás de la cocina. *”Así es la vida, niña. A veces hay que ser más valiente de lo que uno cree”*, le decía mientras le daba un plato de lentejas calientes.

En noviembre, nacieron en el Hospital La Fe dos niñas gemelas. Las llamó Lucía y Vega, nombres que sonaban a luz y a tierra firme, como sus esperanzas para ellas.

Pasaron siete años. Marta tenía ahora una pequeña floristería en la calle Colón, suficiente para mantenerlas a las tres. Las niñas eran como el sol: Lucía, risueña; Vega, callada…, pero las dos locas por su madre.

Una Nochebuena, mientras veía las noticias, apareció Javier en la pantalla: convertido en un empresario de éxito en Segovia, dueño de varios asadores, casado con Claudia, la misma que antes solo era “una amiga”. Sonreían a la cámara, la perfecta familia feliz.

Pero Marta ya no sentía rabia. Solo quedaba un poso amargo y una sonrisa cansada.

Miró a sus hijas, hermosas y llenas de vida. Las mismas que su padre quiso borrar del mundo, y que ahora eran su mayor orgullo.

Esa noche, escribió en Instagram, después de siete años de silencio:
*”He vuelto. Y ya no soy la Marta que conociste”*.

**El regreso**

Después de Reyes, Marta volvió a Segovia con las niñas. Alquiló una casita cerca del acueducto y empezó a usar el nombre de Marina Santos.

No quería que Javier la reconociera. Solo quería que probara la misma hiel y la misma humillación.

Se presentó como candidata a organizadora de eventos en su cadena de restaurantes. Bajo su nueva identidad, pronto se hizo conocida como Marina: eficiente, seria, de trato fácil. Javier no la reconoció; al contrario, parecía intrigado por ella.

—*”Me suenas… ¿nos conocemos de algo?”* —preguntó él durante la cena de empresa.
Marina sonrió, con una chispa gélida en los ojos:
—*”Quizá te confundes. Soy de esas mujeres que pasan sin dejar huella”*.

Un malestar extraño le apretó el pecho.

**El descubrimiento**

Semanas después, Javier no podía dejar de pensar en Marina. Ella, mientras, dejaba migas de pan: la canción que él ponía siempre, la tortilla de patatas que hacía como a él le gustaba, el verso de Machado que le recitaba cuando eran jóvenes.

Javier no pudo ignorarlo. ¿Quién era en realidad Marina Santos?

Investigó y descubrió: Marina Santos, nacida en Valencia, madre soltera de gemelas.

¿Gemelas? Un escalofrío le recorrió el espinazo.

Una tarde, apareció sin avisar en su casa. Al abrirse la puerta, dos niñas lo miraron. Una de ellas, con sus mismos ojos, preguntó:
—*”Seño, ¿por qué tengo tu nariz?”*

Fue como si le tiraran un cubo de agua del río en pleno enero.

Marina apareció entonces y dijo:
—*”Ya lo ves. Estas son tus hijas”*.

Javier palideció.
—*”¿Tú… eres Marta?”*

Ella asintió.
—*”No. Soy la madre de las niñas que quisiste que no nacieran. La que enterraste para quedarte con tu amante”*.

Javier se tambaleó. Todos los recuerdos le cayeron encima: el día que rechazó a sus hijas, la crueldad de sus palabras. Y ahora, frente a él, dos niñas vivas, prueba de su cobardía.

Esa misma noche, Javier volvió y se arrodilló ante su puerta. Llorando, suplicó:
—*”Perdóname. Déjame ser su padre”*.

Pero Marina lo miró con frialdad:
—*”No mereces serlo. No las elegiste. Las tiraste como basura. ¿Ahora quieres limpiar tu conciencia? Mis hijas no son monedas de cambio”*.

—*”Solo quiero compensarte…”*
—*”Compensarás”* —lo cortó ella—. *”Mañana mismo firmarás el 20% de las acciones de tus negocios a la Fundación de Madres Solteras. Y lo harás por escrito: como penitencia”*.

Javier tembló:
—*”¿Me chantajeas con ellas?”*

Marina esbozó una sonrisa sin calor:
—*”No. Es el precio de tus errores. Para que aprendas lo que es responsabilidad”*.

Meses después, Marina y las niñas volvieron a Valencia. Javier se quedó, demacrado, visitando cada semana la fundación que ahora llevaba su apellido. Escuchaba las historias de mujeres traicionadas, igual que él traicionó a Marta.

Una tarde, Lucía le preguntó a su madre:
—*”Mamá, ¿por qué él no es nuestro papá?”*

Marina les acarició el pelo y respondió:
—*”Porque un padre no abandona. Yo me quedé. Y con que me llaméis ‘mamá’, me basta”*.

Y así acaba esta historia: no con gritos, sino con el silencio de una mujer que supo convertir su dolor en fuerza.

Ella es la que un día creyeron derrotada, pero que se levantó y escribió su propia justicia.

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