PARTE 1: La Oferta
Te acostumbras a las miradas. Es lo primero que aprendes cuando te unes al club. Aprendes que, para el resto del mundo, ya no eres una persona. Eres una estadística. Eres una amenaza. Eres la razón por la que cierran las puertas del coche cuando te detienes en un semáforo.
Estaba sentado en el Bar Manolo, cerca de la carretera N-340 en Málaga, intentando disfrutar de un café solo que sabía a caucho quemado y de un trozo de tortilla de patatas que probablemente llevaba allí desde el día anterior. Eran las dos de la tarde de un martes. El local estaba tranquilo, solo el zumbido del frigorífico tras la barra y el murmullo bajo de dos camioneros en la mesa del fondo.
Ocupaba mucho espacio. Lo sé. Mido uno noventa y peso ciento veinte kilos, con una barba que grita “no te acerques” a la gente decente. Mi chaqueta de cuero, llena de parches, no dejaba lugar a dudas. El casco estaba sobre la mesa, arañado y lleno de pegatinas de todos los garitos entre aquí y Almería. No buscaba problemas. Solo buscaba cafeína.
Pero el ambiente cambió en cuanto sonó el timbre de la puerta.
No era un policía. No era un rival.
Era una niña. No tendría más de seis años. Llevaba un vestido rosa desgastado, con manchas de tierra en el dobladillo, y zapatillas con velcro despegado. Su pelo rubio era un enredo de bucles, como si hubiera estado corriendo contra el viento.
El bar se quedó en silencio. Un silencio absoluto. La camarera, una mujer mayor llamada Carmen que me había servido café sin mirarme a los ojos, se quedó paralizada con la jarra en la mano. Los camioneros dejaron de masticar.
La niña se quedó en la entrada, escaneando la sala. Sus ojos eran grandes, azules y estaban llenos de miedo. Pero había algo más en ellos: determinación.
Miró a los camioneros y negó con la cabeza. Miró al hombre de traje que comía una ensalada en la esquina y volvió a negar.
Entonces, sus ojos se clavaron en mí.
Suspiré por dentro. Genial. Aquí vamos. Va a preguntarme dónde está el baño, y su madre aparecerá para gritarme por mirar a su hija.
Pero no preguntó por el baño.
Comenzó a caminar. Un pie delante del otro, avanzando por el suelo de baldosas hasta detenerse frente a mí.
“Cariño, no molestes al señor”, susurró Carmen desde la barra, con la voz temblorosa.
La niña la ignoró. Se plantó frente a mi mesa. Era tan pequeña que apenas llegaba con la nariz a la mesa. Bajé lentamente la taza de café, observándola por encima de mis gafas de sol. No sonreí. No fruncí el ceño. Solo esperé.
Metió la manita en el bolsillo y sacó algo arrugado. Lo dejó sobre la mesa junto a mi tortilla.
Eran cinco euros, dos monedas de veinte céntimos y un céntimo.
Me miró directamente, con el mentón temblando, haciendo un esfuerzo por ser valiente.
“¿Eres de los Ángeles del Infierno?”, preguntó con una vocecita aguda pero lo suficientemente fuerte para que todos la oyeran.
Me recliné en la silla, haciendo crujir el cuero de mi chaqueta. “Ando con un club, pequeña. ¿Por qué lo preguntas?”
“Mi papá dice que vosotros sois los malos. Que pegáis a la gente y que nadie os toca.”
Sentí cómo un músculo de mi mandíbula se tensaba. “Tu papá habla mucho.”
“Dice que sois monstruos”, continuó, con lágrimas formándose en esos ojos azules. “Dice que todo el mundo os tiene miedo.”
Miré a mi alrededor. Los camioneros observaban. Carmen agarraba la jarra de café como si fuera un arma. Sí, todos tenían miedo.
“¿Qué quieres, peque?”, pregunté, con voz grave. “Estoy comiendo.”
Empujó el dinero hacia mí.
“Quiero contratarte”, dijo.
Parpadeé. “¿Contratarme?”
“Cinco euros y cuarenta y un céntimos”, señaló. “Es todo lo que tengo. ¿Es suficiente?”
“¿Para qué?”
Respiró hondo, temblorosa. “Para que me acompañes a casa.”
Arqueé una ceja. “¿Dónde vives?”
“A tres calles de aquí.”
“¿Por qué no vas sola? ¿O llamas a tus padres?”
Bajó la mirada hacia sus zapatillas. “No puedo ir sola. Él está ahí.”
El aire en el bar pareció enfriarse de repente.
“¿Quién está ahí?”, pregunté, bajando la voz para que solo ella me oyera.
“El hombre malo”, susurró ella. “Mi padrastro. Está… rompiendo cosas otra vez. Mamá está llorando. Y dijo que si volvía a entrar, me iba a dar una lección.”
La sangre se me heló en las venas. Un frío que quema.
“¿Te ha echado?”
“No”, se limpió la nariz. “Me escapé. Pero olvidé a Osito. Y mamá me necesita. Tengo que volver. Pero tengo miedo. Necesito un monstruo.”
Me miró, las lágrimas resbalando ahora por sus mejillas.
“Necesito un monstruo que asuste al hombre malo. Por favor. Te doy todo mi dinero.”
Miré los cinco euros. Miré su cara aterrorizada. Miré el juicio en los ojos de los demás, que no tenían ni idea de lo que esta niña estaba pidiendo.
Me levanté.
La silla chirrió contra el suelo. La sobrepasaba en altura. Carmen contuvo un grito detrás de la barra, alcanzando el teléfono, probablemente para llamar al 112.
Extendí mi mano—una mano del tamaño de un jamón, tatuada en los nudillos. Empujé suavemente el dinero hacia ella.
“Guarda tu dinero, pequeña”, gruñí.
Su cara se desmoronó. “¿No es suficiente?”
Cogí mi casco. Me quité las gafas de sol para que pudiera verme los ojos.
“No es por el dinero”, dije. “No se contrata a un motero con dinero. Se nos contrata con respeto. Y acabas de demostrar más coraje que cualquier hombre en esta sala.”
Salí del banco y la miré desde arriba.
“Vamos a buscar a Osito.”
PARTE 2: El Camino
Dejé veinte euros en la mesa por la tortilla que no terminé y caminé hacia la puerta. La niña, que se llamaba Lucía, trotó para seguir el ritmo de mis zancadas.
Al salir, el calor del mediodía malagueño nos golpeó. Mi moto, una Harley customizada, relucía bajo el sol.
“¿Vamos en moto?”, preguntó, mirándola con asombro.
“Hoy no. Caminamos. Quiero que nos vea llegar.”
Ese trayecto fueron las tres calles más largas de mi vida. Lucía alargó la mano y me la cogió. Era tan pequeña que desaparecía dentro de la mía. Mis guantes de cuero eran ásperos; su piel, suave. El contraste era ridículo. Un motero gigante, de barba, agarrando la mano de una niña de seis años con vestido rosa.
Los coches aminoraban la marcha al pasarnos. La gente miraba desde sus ventanas. Yo les devolvía la mirada, desafiante.
“¿Es muy grande?”, preguntó Lucía en voz baja.
“No importa.”
“Le pega a las paredes. A veces tira el mando de la tele.”
“Hoy no va a tirar nada.”
Doblamos la esquina hacia su calle. Era un barrio tranquilo, con macetas en los balcones y ropa tendY mientras la puerta de su casa crujía al abrirse, supe que, por primera vez en años, había hecho algo que realmente valía la pena.