Era una tarde cualquiera en la vida de Javier Morales, un granjero viudo de 36 años, que regresaba a casa por la antigua vía del tren que cruzaba los campos cerca de su finca. Sus botas crujían sobre las piedras, y cada paso resonaba con la soledad que llevaba dentro desde que perdió a su mujer hacía dos años. Sus días eran siempre iguales: trabajar la tierra, el silencio de la casa, y las risas cada vez más escasas de su hija Lucía, de 10 años, que estudiaba en la ciudad.
Pero esa tarde, todo cambió.
Un grito desgarrador cortó el aire. No era de un animal, sino de alguien aterrado. Javier se detuvo en seco. Otro grito, más débil, seguido del eco lejano de un tren que se acercaba.
Sin pensarlo, echó a correr. El corazón le latía con fuerza, y la tierra temblaba bajo sus pies. Al doblar la curva, la escena que vio lo dejó helado.
Una mujer joven estaba atada a las vías, con las muñecas amarradas con una cuerda gruesa y los tobillos encadenados al raíl. Su vestido, roto y sucio, se pegaba a su piel magullada, y su largo cabello castaño estaba enredado con tierra y sudor. Pero lo que le heló la sangre fue el bebé que apretaba contra su pecho, envuelto en una manta raída, llorando con un gemido débil.
El silbato del tren sonó más fuerte. Solo quedaban segundos.
—¡No, no, no…! —jadeó Javier, corriendo hacia ella. Se arrodilló a su lado—. ¡No te muevas! ¡Te saco de aquí!
Ella abrió los ojos con dificultad. “Por favor… mi niña”, susurró, casi ahogado por el rugido del tren.
Javier sacó su navaja y cortó las cuerdas. El tren estaba tan cerca que el suelo vibraba bajo sus pies. La hoja resbaló en sus manos sudorosas.
—¡Vamos! —gritó, serrando con más fuerza. La cuerda cedió. Tiró de su brazo y luego cortó la cadena del tobillo. Agarró a la mujer y a la bebé, arrastrándolas fuera de las vías justo cuando el tren pasó a toda velocidad, con tal fuerza que lo derribó al suelo.
El estruendo le ensordeció; el calor y el viento le azotaron la cara. Cuando el tren desapareció, Javier yacía jadeando, con ellas en sus brazos, vivas.
Durante un largo rato, solo las miró, asombrado de lo cerca que había estado la muerte. La mujer temblaba, abrazando a su hija.
—Gracias… —murmuró.
Pero cuando Javier la miró a los ojos, vio algo más que miedo: un secreto que ella no estaba lista para contar.
Javier las llevó a su finca en las afueras del pueblo. Al llegar, su vecina, la señora Martínez, escuchó el alboroto y corrió a ayudarlas.
—¡Dios mío! —exclamó al ver las marcas en las muñecas de la mujer—. ¿Qué ha pasado?
—La encontré atada a las vías —dijo Javier, sin aliento—. Alguien hizo esto.
Recostaron a la mujer en el sofá, y la señora Martínez tomó con cuidado a la niña, que apenas gemía. Pronto supieron que la mujer se llamaba Carmen Vázquez. Al principio casi no hablaba, aún temblando.
Esa noche, Javier no pudo dormir. Repasó la escena una y otra vez: las cuerdas, el llanto del bebé, el terror en los ojos de Carmen. ¿Quién haría algo así?
A la mañana siguiente, Carmen, pálida pero despierta, tomó el plato que Javier le ofreció.
—¿Quién te hizo esto? —preguntó él suavemente.
Ella tensó los labios. —Me buscan… van a volver.
—¿Quién?
Carmen abrazó a su hija con fuerza. —La familia de mi marido. Creen que los deshonré. Cuando él murió, me culparon… dijeron que manché su nombre. Huí, pero me encontraron. —Su voz se quebró—. Querían asegurarse de que nunca hablara.
Javier apretó la mandíbula. —Aquí estás a salvo.
Ella negó. —Nadie está a salvo cuando buscan venganza.
Días después, Carmen se recuperó poco a poco con la ayuda de la señora Martínez. Ayudaba en la casa, daba el biberón a su niña, y hasta sonreía a veces, aunque sus ojos se perdían en el horizonte, como esperando lo peor.
Una tarde, Javier volvió del pueblo con malas noticias. En el mercado le contaron que dos hombres preguntaban por una mujer con un bebé, ofreciendo dinero a quien diera información.
Esa noche, con el viento aullando, Javier cargó su escopeta y se sentó junto a la ventana. La lámpara parpadeaba. Carmen estaba en la puerta, con su hija en brazos. Sus miradas se cruzaron: miedo en la de ella, firmeza en la suya.
—Si vienen —dijo él en voz baja—, tendrán que pasar por mí.
En ese momento, el sonido de caballos resonó en la distancia.
Los cascos se acercaban, firmes y decididos. Javier apretó el arma. La luna iluminó el campo, revelando a tres jinetes.
La señora Martínez apagó la lámpara. —La encontraron… —susurró.
Carmen abrazó a su niña, temblando. —Son ellos.
Los hombres se detuvieron frente al corral. El más grande, con una cicatriz en la mejilla, gritó: —¡Sabemos que está ahí! ¡No te metas, granjero! ¡Es nuestra!
Javier salió al porche, escopeta en mano. —No es de nadie —dijo con calma—. Largo de aquí.
El hombre rió con desdén. —Te arrepentirás.
Antes de que desenfundara, Javier disparó al aire. Los hombres dudaron. Entonces, todo fue caos. Uno disparó, rompiendo una ventana. La señora Martínez gritó. Carmen se agachó, protegiendo a su niña.
Javier actuó rápido, haciéndoles retroceder. Un jinete cayó, otro se escondió tras un carro. El líder maldijo, recargando su pistola. —¡Me las pagarás!
Dentro, Carmen dejó a su hija a salvo y tomó el viejo revólver de Javier. Se acercó a la ventana y, cuando el hombre apuntó a la espalda de Javier, ella disparó. El sonido retumbó en la noche. El hombre se tambaleó y soltó el arma.
Los demás huyeron asustados. Sus caballos desaparecieron en la oscuridad.
Javier se volvió, sorprendido. Carmen estaba allí, temblando, con el humo saliendo del arma. Lágrimas le corrían por la cara.
—Tenía que hacerlo… —susurró.
Él bajó la escopeta y se acercó. —Me salvaste la vida.
El guardia civil llegó más tarde. El herido confesó todo: el plan para matar a Carmen y llevarse a la niña. Con su arresto, el caso se cerró.
Semanas después, la paz volvió a la finca. Carmen y su hija se quedaron, ayudando con las cosechas. Entre ella y Javier creció algo más hondo, hecho de gratitud y confianza.
En primavera, se casaron bajo el viejo olivo junto al río. La señora Martínez lloró de alegría mientras Lucía cargaba a la niña de Carmen, ahora sana y risueña.
Para Javier, fue una segunda familia. Para Carmen, al fin, libertad.
Y para el pueblo, un recordatorio de que los más valientes no huyen del peligro… sino que corren hacia él.