Me llamo Lucía, tengo veintiséis años y nací en una familia humilde en la costa de Galicia. Mi padre falleció joven, mi madre siempre estaba enferma y tuve que dejar los estudios después de la ESO para trabajar como jornalera. Tras años de esfuerzo, conseguí un empleo como sirvienta en una de las familias más ricas de Madrid: los Del Valle.
Mi marido —Alejandro Del Valle— es el hijo único de esta familia. Guapo, educado y de carácter sosegado, pero siempre envuelto en una distancia invisible. Trabajé casi tres años para ellos, siempre en silencio, con la mirada baja, sin imaginar jamás que algún día formaría parte de su mundo. Sin embargo, un día, Sofía Del Valle me llamó al salón, puso ante mí un certificado de matrimonio y me dijo con firmeza:
—Lucía, si aceptas casarte con Alejandro, la casa junto al lago de Sanabria será tuya. Es nuestro regalo de bodas.
Me quedé sin palabras. ¿Cómo podía una simple sirvienta como yo merecer a su adorado hijo? Creí que era una broma, pero su mirada era seria. No entendía por qué me habían elegido; solo sabía que mi madre estaba grave y los gastos del tratamiento eran una carga insoportable. Mi corazón me pedía que rechazara, pero mi debilidad y el miedo por mi madre me hicieron asentir.
La boda fue más lujosa de lo que jamás soñé. Llevaba un vestido rojo bordado en oro, sentada junto a Alejandro, que vestía un traje de chaqueta marfil, y aún me parecía un sueño. Pero sus ojos eran fríos, distantes, como si escondieran un secreto que yo no podía descifrar.
La noche de bodas, la habitación estaba llena de rosas. Alejandro, con una camisa blanca, tenía el rostro como tallado en mármol, pero su mirada estaba llena de tristeza. Cuando se acercó, todo mi cuerpo tembló. Y fue entonces cuando la verdad salió a la luz.
Alejandro no era como los demás hombres… tenía una condición que le impedía ser plenamente un esposo en el sentido tradicional. En ese instante, todo cobró sentido: por qué me habían dado la casa, por qué permitieron que una chica pobre entrara en su familia. No era porque yo fuera especial, sino porque necesitaban una “esposa de apariencia” para él.
Las lágrimas rodaron por mis mejillas —no sabía si por lástima hacia mí o por él. Alejandro se sentó a mi lado y susurró:
—Perdóname, Lucía. No mereces esto. Sé que has sacrificado mucho, pero mi madre… necesita seguridad. No puedo defraudarla.
Bajo la luz tenue, vi que sus ojos también brillaban húmedos. Descubrí que aquel hombre frío también llevaba un dolor enorme. No éramos tan distintos: ambos víctimas del destino.
Los días siguientes fueron extraños. No había dulzura de recién casados, solo respeto y compañía. Alejandro era amable: por las mañanas me preguntaba cómo dormía, al mediodía me llevaba a pasear por el lago para ver las nubes sobre las montañas, por las noches cenábamos juntos y charlábamos. Ya no me veía como una sirvienta, sino como una amiga. Eso me conmovía, aunque mi mente recordaba que este matrimonio nunca sería “completo”.
Una vez, escuché por casualidad a doña Sofía hablar con su médico: tenía un problema cardíaco y poco tiempo de vida. Temía que, si ella moría, Alejandro se quedara solo para siempre. Me eligió porque me veía dócil, trabajadora y sin ambiciones; confiaba en que no lo abandonaría.
Al saber la verdad, mi corazón se agitó. Creí que me habían usado como moneda de cambio por la casa, pero entendí que me habían escogido por necesidad, sí, pero también por confianza. Ese día juré que, pasara lo que pasara, no dejaría a Alejandro.
Una noche de tormenta en Madrid, Alejandro se desplomó de dolor. Aterrorizada, lo llevé al hospital Gregorio Marañón. Inconsciente, apretó mi mano y musitó:
—Si algún día te cansas, vete. Quédate con la casa. No quiero que sufras por mi culpa…
Rompió a llorar. ¿Cuándo se había ganado mi corazón? Apreté su mano con fuerza:
—Pase lo que pase, no te abandonaré. Eres mi esposo, mi familia.
Después de aquella crisis, Alejandro despertó. Al verme aún allí, sus ojos se llenaron de lágrimas, pero también de algo nuevo: ternura. No necesitábamos un matrimonio “perfecto”. Teníamos comprensión, complicidad y un amor tranquilo y verdadero.
La casa junto al lago ya no era un “premio”, sino nuestro hogar. Yo cuido las flores del jardín; Alejandro pinta en su caballete en el salón. Cada noche nos sentamos juntos a escuchar la lluvia sobre Sanabria y hablar de nuestros pequeños sueños.
Quizás la felicidad no sea la perfección, sino encontrar a alguien que, a pesar de sus heridas, elija quedarse a tu lado. Y yo encontré esa felicidad… desde aquella frágil noche de bodas.