El millonario disfrazado de taxista que llevó a su propia esposa y lo que ella le confesó durante el viaje lo destrozó por completo.
La lluvia repiqueteaba contra el parabrisas del viejo taxi amarillo mientras Javier ajustaba la gorra de conductor que había comprado esa misma mañana. Sus manos, acostumbradas a firmar contratos millonarios, temblaban levemente sobre el volante desgastado. Nunca imaginó que llegaría a esto: espiar a su propia mujer disfrazado de taxista.
Javier había construido un imperio desde cero. A sus cuarenta y tantos años, era dueño de una cadena de hoteles de lujo que se extendía por toda España. Su nombre aparecía en las páginas de negocios de los principales periódicos y su rostro era conocido en los círculos más exclusivos de Madrid. Pero esa mañana, sentado en un taxi prestado por Manuel, su chófer de confianza, se sentía como el hombre más pobre del mundo.
Todo comenzó una semana atrás, cuando encontró un mensaje en el móvil de Lucía que cambió su mundo para siempre. *«Nos vemos mañana a las 3, como siempre. Te quiero»*, decía el texto de un número desconocido. Su esposa, la mujer con quien había compartido tantos años de matrimonio, la madre de sus hijos, tenía un amante.
Lucía era todo lo que Javier había soñado: elegante, inteligente, con una sonrisa que iluminaba cualquier habitación. Se habían conocido cuando él apenas empezaba su negocio, y ella estuvo a su lado durante todos los años de lucha. O eso creía. La idea del disfraz surgió cuando Javier comprendió que contratar a un detective era demasiado arriesgado. En su posición, cualquier filtración podía arruinar no solo su matrimonio, sino su reputación.
Manuel, que llevaba años trabajando para la familia, fue quien le sugirió la idea: *«Señor Javier, si quiere saber la verdad sin que nadie se entere, tiene que ser usted quien la descubra. Le consigo un taxi y le enseño a usarlo. Nadie lo reconocerá»*. Al principio, le pareció ridículo, pero cuanto más lo pensaba, más sentido tenía. Lucía jamás sospecharía que su marido millonario conducía un taxi por las calles de Madrid.
Durante tres días, Manuel le enseñó lo básico: usar el taxímetro, las rutas más frecuentes, cómo interactuar con los clientes. Javier se sorprendió al darse cuenta de todo lo que desconocía de la ciudad que creía dominar desde los asientos traseros de sus coches de lujo.
El cuarto día, se apostó cerca del centro comercial donde Lucía solía ir. Llevaba gafas de sol, gorra y una camisa a cuadros comprada para la ocasión. Se dejó crecer la barba, cambiando por completo su aspecto. Esperó horas, observando cada coche, cada peatón. Su corazón latía con fuerza cada vez que veía a una mujer que se le pareciera. Pero Lucía no apareció.
Al segundo día, estuvo a punto de abandonar. La incertidumbre lo consumía. Quizás había malentendido el mensaje. Pero entonces recordó otros detalles: las llamadas que cortaba cuando él entraba, las excusas para salir sola, cómo se arreglaba más incluso para cosas triviales.
Fue al tercer día cuando, por fin, la vio. Lucía salió del centro comercial con bolsas en mano, pero actuaba con nerviosismo, mirando a su alrededor como si temiera ser vista. Javier sintió un nudo en el estómago al verla dirigirse a la parada de taxis. Sin pensarlo, arrancó y se detuvo frente a ella.
Lucía subió al asiento trasero sin mirarlo. *«Buenas tardes»*, dijo Javier, alterando su voz. *«¿A dónde la llevo?»*. Ella le dio una dirección en un barrio de clase media, muy distinto al exclusivo lugar donde vivían.
Mientras conducía, Javier la observaba por el retrovisor. Lucía parecía nerviosa, revisando constantemente el móvil y arreglándose el pelo. Llevaba un vestido que no le resultaba familiar y joyas distintas a las habituales.
*«¿Es la primera vez que va a esa dirección?»,* preguntó, intentando sonar como un taxista curioso pero discreto.
Lucía levantó la vista por primera vez desde que subió. En el retrovisor, Javier vio sus hermosos ojos verdes, los mismos que lo enamoraron años atrás, pero ahora había algo más en ellos: ansiedad y… ¿culpa?
*«No»*, respondió suavemente. *«Voy a menudo»*.
Javier sintió un puñetazo en el estómago. Aquello no era algo nuevo, sino una rutina. Una traición prolongada. *«¿Debe de ser un lugar especial, entonces?»*, comentó, luchando por mantener la calma.
Lucía guardó silencio durante un rato, pero luego, inesperadamente, habló: *«Sí. Es donde veo a alguien que… significa mucho para mí. Alguien que mi marido no conoce»*.
Javier apretó el volante con fuerza. Allí estaba: la confesión que temía pero necesitaba escuchar. Su esposa admitiendo su infidelidad a un desconocido.
*«¿Su marido no sabe de esa persona?»,* preguntó, con la voz a punto de quebrarse.
*«No»*, respondió Lucía, mirando por la ventana. *«Y si lo supiera, lo destrozaría»*.
Sus palabras resonaron como campanas fúnebres. Ella tenía razón: se sentía destrozado. Pero lo que más dolía era que ella era consciente del daño y, aun así, seguía con ello.
*«¿Por qué no se lo dice?»*, inquirió, sintiendo que aquella era la conversación más dura de su vida.
Lucía suspiró. *«Porque no lo entendería. Mi marido es un buen hombre, pero solo conoce la versión perfecta de mí, la que encaja en su mundo de éxito»*.
Javier notó otra puñalada. ¿Era cierto? ¿Había estado tan obsesionado con su imagen perfecta que nunca conoció a su esposa de verdad?
*«Quizá él querría conocer esas partes de usted si le diera la oportunidad»*, sugirió.
*«No lo creo»*, respondió Lucía con tristeza. *«Está demasiado ocupado manteniendo nuestra fachada perfecta. Esto sería… una complicación demasiado grande»*.
Mientras llegaban al barrio, Javier reflexionó. No solo estaba descubriendo una infidelidad, sino también sus propios fallos como marido.
*«Ya falta poco»*, anunció Lucía.
*«¿Puedo preguntarle algo?»*, dijo Javier, sintiendo que era su última oportunidad. *«¿Esta persona la hace feliz?»*.
Lucía lo miró con sorpresa a través del retrovisor, como si lo viera por primera vez, pero no lo reconoció. Sonrió con melancolía. *«Sí. Me recuerda quién era antes de convertirme en la esposa perfecta»*.
Aquellas palabras lo atravesaron. ¿Había sido él el villano de esta historia?
*«Aquí es»*, dijo Lucía al llegar a una casa modesta con un jardín lleno de flores y una valla blanca descascarada.
Javier detuvo el taxi y, disimuladamente, intentó ver adónde iba su esposa. Lucía le pagó con generosidad. *«GraY al ver a Lucía abrazar con ternura a una anciana y a una niña en la puerta de aquella casa humilde, Javier comprendió que la verdadera traición no era la infidelidad que había imaginado, sino su propia ceguera ante el dolor silencioso de la mujer a la que tanto amaba.