**Capítulo 1: El sonido del metal contra el hueso**
Eran las 14:14 de un martes. Lo recuerdo perfectamente porque estaba con los brazos hundidos en la grasa del motor de una Harley del 67 cuando el móvil vibró sobre el banco de trabajo. No era una llamada, sino un mensaje de un número desconocido.
Solo una foto.
El estómago se me cayó al suelo del taller. Era Maya. Mi hermana pequeña. La niña que había criado después de que nuestros padres murieran en aquel accidente en la A-5 cinco años atrás. En la foto, estaba desplomada sobre el suelo del pasillo del Instituto Cervantes. Sus gafas rotas, a un palmo de distancia. Un hilo de sangre, rojo y vivo, le corría desde la frente hasta la ceja.
Y al fondo, borroso pero inconfundible, una chaqueta del equipo de baloncesto con el número 12. Alejándose.
No me limpié las manos. Ni cerré el taller. Solo agarré el casco.
Maya tiene dieciséis años. Es callada. Leé novelas de ciencia ficción olvidadas y pinta acuarelas de pájaros. No hace daño a nadie. No busca problemas. Pasa desapercibida en ese instituto, y así le gusta. Pero el número 12—Álex Mendoza—decidió que ser invisible no era suficiente. Necesitaba un blanco.
Más tarde supe lo que pasó. Álex quería impresionar a su novia. Maya iba camino a Historia del Arte. Él la embistió con el hombro. Con fuerza. No fue un accidente. Puso todo su peso de pívot en una chica que no llegaba a los cincuenta kilos. Maya salió despedida. La cabeza le golpeó contra la rejilla de la taquilla 304.
El sonido, dijeron, fue como un disparo.
Álex se rió. “Mira por dónde vas, bicho raro”, dijo.
Monté en mi moto, una Road Glide tuneada que suena como el fin del mundo cuando abro el acelerador. Pero no la arranqué enseguida. Pulsé el botón de emergencia en nuestra app interna. El que reservamos para “Código Rojo”.
El mensaje era claro: MAYA. INSTITUTO CERVANTES. AGRESIÓN EN PASILLO. AHORA.
Soy el vicepresidente de los Lobos de Hierro. No somos una pandilla. Somos mecánicos, veteranos, herreros, padres. Somos una familia. ¿Y Maya? Es la hermana pequeña del club. La que reparte pavo en las cenas benéficas de Navidad. La que cosía los parches de los chalecos cuando tenía doce años.
Giré la llave. El motor rugió. Pero al salir del aparcamiento, me di cuenta de que no estaba solo.
Desde el este, el retumbar de la Custom de Dani “El Gigante”. Desde el oeste, el chirrido de la Sportster de Javi. Y detrás de mí, un trueno que se siente en los dientes antes de oírse.
No planeamos una caravana. Simplemente sucedió.
**Capítulo 2: El eco en el pabellón**
El Instituto Cervantes es una de esas fortalezas suburbanas de ladrillo y cristal donde la reputación lo es todo. El director, Don Emilio, se preocupa más por la racha ganadora del equipo de baloncesto que por la seguridad de los alumnos. Ya había ido a su despacho dos veces por las burlas hacia Maya. Me soltó el discurso de siempre: “Cosas de críos”.
Hoy no, Don Emilio. Hoy no.
El trayecto al instituto suele llevar veinte minutos. Lo hicimos en nueve.
Lo hermoso—y aterrador—de trescientas motos avanzando en formación es la física que las acompaña. Ocupamos toda la calzada. Los coches se apartaron. La gente se detuvo a mirar, grabando con sus móviles el río de cromo y cuero negro que inundaba la Calle Mayor. Nos saltamos dos semáforos en rojo. Me importó un bledo.
Llegamos a la entrada principal del instituto justo cuando sonaba el timbre para el acto de inauguración de la temporada. El equipo de baloncesto estaba siendo homenajeado en el pabellón.
Corté el motor. Un silencio fugaz, roto solo por el apagado escalonado de los otros trescientos motores. El silencio que siguió fue más pesado que el ruido.
“Quédaos con las motos”, les dije a los novatos. “Los veteranos, conmigo”.
Cincuenta entramos por las puertas de cristal. Yo iba delante. Dani “El Gigante”, que mide dos metros y parece un vikingo que se ha comido a otro vikingo, a mi derecha.
El guardia de seguridad, un expolicía llamado Manu que nos conocía, salió a nuestro encuentro. Me miró a mí, luego a la furia en mis ojos, luego a los cincuenta hombres detrás de mí.
“Está en enfermería, Neo”, susurró Manu, apartándose. “Pero Álex está en el pabellón”.
“Primero voy por ella”, dije. “Luego al pabellón”.
“Has lo que debas”, murmuró Manu. “Solo no lo mates”.
“No prometo nada”, gruñó Dani.
Avanzamos por los pasillos. El linóleo crujía bajo nuestras botas. El olor a cuero y gasolina nos envolvía. Los alumnos que pululaban por las taquillas se quedaron paralizados. Se apeLos Lobos de Hierro dejaron claro ese día que, en su mundo, la lealtad y la justicia no eran solo palabras, sino motores que rugían al unísono.