El quarterback se rió después de empujar a mi hermana contra el casillero—diez minutos después, 300 moteros invadieron el gimnasio.

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**Capítulo 1: El Sonido del Metal sobre Hueso**

Eran las 14:14 de un martes. Lo recuerdo porque estaba hasta los codos engrasando un motor de una Harley del 67 cuando mi móvil vibró en el banco de trabajo. No era una llamada, sino un mensaje de un número desconocido. Solo una foto.

El suelo del taller se me vino encima. Era Lucía. Mi hermana pequeña. La niña que crié después de que nuestros padres murieran en aquel accidente en la A-5 hace cinco años. En la foto, estaba desplomada en el suelo de linóleo del pasillo del instituto Alameda. Sus gafas rotas a un lado. Un hilo de sangre, rojo furioso, le bajaba desde el pelo hasta la ceja.

Y al fondo, borroso pero inconfundible, una chaqueta de equipo. El número 12. Alejándose.

No me limpié las manos. No cerré el taller. Solo agarré el casco.

Lucía tiene dieciséis años. Es callada. Lee novelas de ciencia ficción raras y pinta acuarelas de pájaros. No molesta a nadie. No busca problemas. Pasa desapercibida en ese instituto, y así le gusta. Pero el número 12 —Javi Morán— decidió que ser invisible no era suficiente. Necesitaba un blanco.

Más tarde supe qué pasó. Javi se estaba luciendo delante de su novia. Lucía iba camino a clase de Historia del Arte. Él la empujó con el hombro. Fuerte. No fue un accidente. Aplicó todo el peso de su cuerpo de linebacker contra una chica de cuarenta y cinco kilos. Ella voló hacia un lado. Su cabeza golpeó contra la rejilla de la taquilla 304.

El sonido, dijeron, fue como un disparo.

Javi se rió. *«Mira por dónde vas, bicho raro»*, dijo.

Monté en mi moto, una Road Glide tuneada que suena como el fin del mundo cuando abres el acelerador. Pero no la encendí todavía. Pulsé el botón de emergencia en nuestra app interna. El de “Código Rojo”.

El mensaje era sencillo: *LUCÍA. INSTITUTO ALAMEDA. AGRESIÓN EN PASILLO. AHORA.*

Soy el vicepresidente de los Lobos de Acero. No somos una pandilla. Somos mecánicos, veteranos, obreros, padres. Somos familia. ¿Y Lucía? Es la hermanita del club. La que sirve pavo en las cenas benéficas de Navidad. La que remendaba los parches de los chalecos cuando tenía doce años.

Giré la llave. El motor rugió. Pero al salir del aparcamiento, me di cuenta de que no estaba solo.

Desde el este, el retumbar de la cruiser de Rafa “El Toro”. Desde el oeste, el chillido agudo de la sportster de Dani “Chispa”. Y detrás de mí, un trueno que sientes en los dientes antes de oírlo. No planeamos una caravana. Simplemente ocurrió.

**Capítulo 2: El Estruendo en el Gimnasio**

El instituto Alameda es una de esas fortalezas suburbanas de ladrillo y cristal donde la reputación lo es todo. El director, don Emilio, se preocupa más por los éxitos del equipo de fútbol que por la seguridad de los alumnos. Ya había ido dos veces a su despacho por los problemas de Lucía. Me dio el discurso de siempre: *«Son cosas de críos»*.

Hoy no, don Emilio. Hoy no.

El trayecto al instituto suele llevar veinte minutos. Lo hicimos en nueve.

Lo hermoso —y aterrador— de trescientas motos avanzando en formación es la física. Ocupamos toda la calle. Los coches se apartaron. La gente grababa con el móvil el río de cromo y cuero negro inundando la calle Mayor. Nos saltamos dos semáforos en rojo. Me daba igual.

Llegamos a la entrada principal del Alameda justo cuando sonaba el timbre para el acto de inauguración. El equipo de fútbol era homenajeado en el gimnasio.

Corté el motor. Un silencio fugaz, roto al instante por el apagado escalonado de trescientos motores. El silencio que siguió fue más denso que el ruido.

*«Quedaos con las motos»*, les dije a los novatos. *«Los veteranos, conmigo.»*

Cincuenta entramos hacia las puertas de cristal. Yo iba delante. Rafa, que mide dos metros y parece un vikingo que se ha comido a otro vikingo, a mi derecha.

El vigilante, un ex policía llamado Manolo que nos conoce, salió a nuestro encuentro. Me miró a mí, luego a la furia en mis ojos, luego a los cincuenta hombres detrás.

*«Está en enfermería, Álvaro»*, susurró, apartándose. *«Pero Morán está en el gimnasio.»*

*«Primero voy por ella»*, dije. *«Luego al gimnasio.»*

*«Haz lo que tengas que hacer»*, murmuró Manolo. *«Pero no lo mates.»*

*«No prometo nada»*, gruñó Rafa.

Caminamos por los pasillos. El linóleo crujía bajo nuestras botas. El olor a cuero y gasolina nos rodeaba. Los alumnos que aún estaban en sus taquillas se quedLas motos arrancaron al unísono bajo el cielo crepuscular, llevándonos de vuelta a casa mientras Lucía, ahora segura entre nosotros, sonreía por primera vez en días, sabiendo que nunca más estaría sola.

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