El poderoso abandonó a la humilde, pero el destino les devolvió un amargo reencuentro

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El millonario dejó embarazada a su empleada doméstica y la abandonó, creyendo que no era digna de él. Diez años después, cuando se reencontraron, solo pudo mirarla con arrepentimiento.

Antonio Delgado siempre había pensado que los errores podían enterrarse bajo el dinero, la distancia y el tiempo; hasta el día que entró en el imponente vestíbulo de la nueva sede tecnológica en el centro de Madrid y vio a la última mujer que jamás esperaba volver a encontrar. Allí, en medio de la sala, dando órdenes con seguridad a un equipo de ejecutivos, estaba Lucía Mendoza, la chica que había trabajado en su casa… y a la que había dejado plantada cuando le confesó que esperaba un bebé suyo.

Hace diez años, Antonio era un treintañero millonario con todos los privilegios a su alcance. Lucía, entonces de veintidós años, trabajaba en la casa familiar: callada, humilde y trabajadora. Nunca imaginó que un hombre como él se fijaría en ella, pero Antonio sí se la llevó al huerto. Pasaron noches hablando en la cocina, risas fugaces en el jardín y un arrebato de pasión que lo cambió todo. Pero cuando Lucía le dijo que estaba embarazada, la seguridad de Antonio se vino abajo. Su padre, el hombre que llevaba las riendas del imperio Delgado, le soltó que “una chica de servicio no merecía su apellido”. Antonio, acojonado por perder su herencia y su reputación, tomó la decisión más ruin de su vida: negó todo y la mandó a paseo.

Lucía se fue sin pedir ni un duro. Desapareció de la mansión al día siguiente, y Antonio se convenció de que había hecho lo correcto. Enterró el recuerdo en lo más hondo, hasta que la volvió a ver.

Y ahora estaba ahí: ya no era la chica tímida con ropa de segunda mano. Llevaba un traje azul marino impecable, una placa con su nombre y una presencia que hacía callar a cualquiera. A Antonio se le heló la sangre al ver el logotipo tras ella: Mendoza Tech.

El golpe fue brutal: la empleada a la que había dejado tirada era la directora de la empresa que su familia quería comprar.

Lucía lo vio. Sus ojos se abrieron un instante, luego se volvieron fríos como el mármol. Antonio se sintió más pequeño que nunca.

Había ido para cerrar un trato.
Pero iba a pagar por lo que hizo diez años atrás.

Antonio siguió a Lucía hasta la sala de reuniones, con el corazón a mil. Los empleados miraban de reojo: ¿por qué su jefa, siempre tan segura, parecía tan tensa?

Lucía se sentó al frente, recta como un palo. “Señor Delgado”, empezó, sin usar su nombre de pila. “Sea breve. Tengo otra reunión en media hora”.

Su tono cortó más que un grito.

Antonio tragó saliva. “Claro. Gracias por atenderme. Mendoza Tech es puntera en inteligencia artificial médica, y mi empresa cree que—”

“Querrás decir la empresa de tu padre”, lo cortó en seco.

Antonio se encogió.

Lucía no le quitó ojo. “Seamos claros. No estás aquí por nuestra tecnología. Caldwell Industries va por detrás y lo sabes”.

Era cierto.

Pero Antonio no pensaba en negocios. Buscaba en su rostro a la chica que había conocido. En su lugar, encontró a alguien que ya no necesitaba nada de él.

“No sabía que habías montado esto”, murmuró.

“Claro que no. No te importé lo suficiente como preguntar”.

Las palabras le atravesaron el pecho.

Respiró hondo. “Lucía… tengo que decírtelo. Hace diez años era un cobarde. Tomé decisiones de mierda por miedo”.

Sus ojos se suavizaron, pero solo con desilusión. “El miedo no excusa abandonar a una embarazada”.

Le faltó el aire. “¿Te quedaste con el niño?”

Lucía se recostó. “Sí, Antonio. Es un chico. Se llama Pablo”.

El mundo se le paró.

Un hijo. Un crío que había crecido sin él por su culpa. La remordimiento le apretaba el pecho.

“¿Está… bien?”, balbuceó.

Lucía asintió. “Es listo. Amable. Todo lo que tú no fuiste”.

Se lo merecía.

“Lucía, por favor”, suplicó Antonio con la voz rota. “Déjame verlo. Déjame enmarcar esta mierda”.

Ella lo miró largo, sopesando diez años de dolor.

Sus últimas palabras fueron serenas, pero demoledoras.

“Lo pensaré. Pero si accedo… será en mis condiciones. No en las tuyas”.

Tres días después, Lucía aceptó verse con Antonio en un parque cerca de su casa. Por primera vez en años, Antonio sintió nervios de verdad: no por dinero, sino por conocer al hijo al que había abandonado antes de nacer.

Lucía llegó con un niño de nueve años: piel morena, pelo castaño y una mirada viva que le partió el alma a Antonio. Pablo llevaba un robot de juguete, absorto en él.

“Pablo”, dijo Lucía suave, “este es el señor Delgado. Trabaja con tecnología, como a ti te gusta”.

El niño alzó la vista. “Hola, señor”.

Su educación le rompió por dentro. “Hola, Pablo. Es… un honor conocerte”.

Se sentaron juntos mientras Lucía vigilaba de lejos. Pablo hablaba con pasión de robots, del cole y de inventar máquinas para ayudar a niños discapacitados. Cuanto más escuchaba Antonio, más le dolía. Era su sangre: listo, bueno y con sueños, y él se lo había perdido todo.

En un momento, Pablo preguntó: “Mamá dice que os conocíais. ¿Es verdad?”.

El corazón de Antonio se aceleró. Miró a Lucía, quien asintió.

“Sí”, dijo Antonio. “Hace mucho. Y la cagué con ella. Ahora quiero arreglarlo”.

Pablo lo asimiló con madurez. “Mamá dice que la gente cambia… si de verdad quiere”.

Los ojos de Antonio escocían.

Una hora después, Lucía se acercó. Vio sus manos temblorosas, su culpa, y la sonrisa tímida de Pablo hacia él. Respiró hondo; diez años no borraban el dolor, pero verlos juntos le dio algo inesperado: un atisbo de esperanza.

“¿Y ahora qué?”, preguntó Antonio.

Lucía lo miró. “¿Quieres estar en la vida de Pablo?”

“Con toda mi alma”.

“Pues demuéstralo”, dijo ella. “Sin excusas. Sin huir”.

Él asintió. “No voy a rajarme esta vez”.

Por primera vez, le creyó. No del todo, pero lo suficiente.

Pablo sonrió. “¿Vamos todos a por helado?”

Lucía dudó. Miró a Antonio fijamente… y al final asintió.

“Sí”, susurró. “Vamos”.

Y en ese instante frágil, algo nuevo empezó a crecer.

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