El bebé del millonario no comía nada hasta que la empleada humilde preparó esto. “Don Mendoza, si su hijo no come en las próximas veinticuatro horas, tendremos que hospitalizarlo y alimentarlo por sonda”, las palabras del doctor Ramírez resonaron como un martillazo en los oídos de Javier Mendoza.
El hombre más poderoso de la industria hotelera en España, con una fortuna valorada en más de treinta millones de euros, se sentía completamente impotente ante el rechazo de su bebé de dieciocho meses a cualquier alimento. Desde la ventana de la habitación infantil, Javier observaba cómo el pequeño Pablo lloraba desconsolado en brazos de la enfermera Sofía, la quinta especialista en nutrición pediátrica contratada en los últimos dos meses.
Sobre la mesita de roble italiano, intactos, reposaban los purés orgánicos importados de Suiza, las papillas preparadas por el chef del restaurante más exclusivo de Salamanca y hasta los biberones con las fórmulas más caras del mercado. Nada. El niño lo rechazaba todo. Seis meses habían transcurrido desde aquella noche de abril en la que Claudia, su esposa, había perdido la vida en un trágico accidente en la M-30. Seis meses en los que la luz no solo se había apagado en los ojos de Javier, sino también en los de su hijo.
Pablo había dejado de comer gradualmente hasta que llegó el momento en que sus labios se sellaban ante cualquier cuchara que se le acercaba. “Don Mendoza, he intentado todo lo humanamente posible”, dijo la enfermera Sofía al salir de la habitación, con el rostro pálido de frustración. “El niño no quiere comer, ni siquiera las galletas que suelen encantarles a los bebés de su edad”.
Javier pasó una mano por su cabello, normalmente impecable, despeinándolo en un gesto que su imagen pública jamás habría permitido. Sus ojos, que habían intimidado a empresarios en salas de consejos, ahora solo reflejaban desesperación. “¿Cuánto peso ha perdido?”, preguntó con voz ronca. “Casi un kilo y medio en el último mes, señor. Su peso está por debajo del percentil mínimo para su edad”. La enfermera no terminó la frase. No hacía falta.
En ese momento, el taconeo de zapatos de diseño resonó contra el mármol del pasillo. De entre las sombras surgió Doña Isabel Mendoza de Santamaría, la madre de Javier, una mujer de sesenta y dos años cuyo rostro había sido cuidadosamente trabajado por los mejores cirujanos de Barcelona. Vestía un traje Chanel color crudo y llevaba al cuello un collar de perlas que había pertenecido a su bisabuela.
“Javier, esto es un absurdo”, declaró Isabel con su tono habitual de autoridad. “Ese niño necesita mano firme, no todas estas tonterías de enfermeras y especialistas. En mis tiempos, los niños comían lo que se les ponía delante o se quedaban con hambre”.
“Madre, por favor, no ahora”, suplicó Javier, frotándose las sienes donde comenzaba a formarse una migraña.
“Lo digo en serio, hijo. Has gastado una fortuna en estos expertos y el niño sigue igual. ¿Sabes lo que necesita Pablo? Necesita una madre. Una mujer de buena cuna que pueda criarlo como corresponde. Lucía Benavente ha preguntado por ti varias veces. Su familia es impecable y estaría encantada de ser madre de tu hijo”.
“¡Basta ya, madre!” La voz de Javier retumbó en el pasillo, haciendo que la enfermera Sofía diera un respingo. “Claudia murió hace seis meses. Seis meses, y todo en lo que puedes pensar es en reemplazarla como si fuera un mueble viejo”.
Isabel apretó los labios, dibujando una línea fina de desaprobación. “No digo que la reemplaces, Javier, pero ese niño necesita estabilidad. Necesita una figura materna. Y tú necesitas seguir adelante. Mi vida es mi hijo”, respondió Javier con firmeza. “Y encontraré la manera de ayudarlo, con o sin tu aprobación”.
Isabel suspiró dramáticamente y se dio la vuelta, sus perlas brillando bajo la luz de la lámpara de araña. “Eres tan testarudo como tu padre. Pero está bien, sigue malgastando tu dinero en soluciones que no funcionan. Cuando ese niño esté hospitalizado, recuerda que te lo advertí”.
Sus palabras quedaron flotando en el aire mientras se alejaba, el sonido de sus tacones desvaneciéndose en el pasillo.
Javier entró en la habitación de Pablo y se acercó a la cuna donde el pequeño yacía exhausto de tanto llorar. Sus mejillas, antes regordetas y sonrosadas, ahora mostraban los pómulos marcados. Sus ojos verdes, iguales a los de Claudia, lo miraban con una tristeza que ningún bebé debería conocer.
“Mi pequeño príncipe”, susurró Javier, acariciando suavemente la cabeza del niño. “Por favor, come algo. Lo que sea. Tu padre daría lo que fuera por verte bien”. Pablo simplemente cerró los ojos, agotado.
Al otro lado de la ciudad, en un modesto piso del barrio de Vallecas, Ana Beltrán doblaba cuidadosamente su única falda presentable mientras su hermana pequeña, Marta, la observaba desde el sofá que compartían.
“¿Estás segura de esto, Ana?”, preguntó Marta, de dieciséis años, mordisqueándose una uña. “Dicen que los ricos son muy exigentes y tú nunca has trabajado en una casa así”.
Ana, de veintiocho años, sonrió con esa calma que solo dan la fe y la necesidad combinadas. Su rostro moreno mostraba las facciones heredadas de sus abuelos andaluces, y sus ojos oscuros brillaban con determinación.
“Marta, llevamos tres meses en Madrid y apenas podemos pagar el alquiler. Mamá necesita sus medicinas en el pueblo y tú tienes que terminar el instituto. Este trabajo en casa de los Mendoza paga el triple de lo que ganaba limpiando oficinas”.
“Pero dicen que Doña Isabel es una bruja”, insistió Marta. “Carmen, la que vende churros en la esquina, dice que su prima trabajó allí y la despidieron en dos semanas por romper una taza”.
Ana guardó la falda en una maleta de tela. “Entonces tendré cuidado de no romper ninguna taza”, respondió con humor. “Además, necesitamos ese dinero. No nos podemos permitir tener miedo”.
Se acercó a la repisa donde guardaban la única fotografía que habían traído del pueblo. Su abuela Carmen, con su delantal de flores y su sonrisa llena de sabiduría, posando frente a su cocina de leña. “La abuela siempre decía que Dios provee”, murmuró Ana, tocando el cristal del marco. “Y que las manos humildes pueden sanar más que el dinero. Confío en eso”.
“Ojalá tengas razón, hermana”.
Al día siguiente, al amanecer, Ana tomó tres autobuses distintos para llegar a La Moraleja, una de las zonas más exclusivas de Madrid. Cuando el taxi que tomó en la última parada se detuvo frente a la mansión Mendoza, Ana contuvo un grito de asombro.
La residencia era un palacio moderno de tres pisos con ventanales inmensos, jardines perfectamente cuidados y una fuente de piedra en la entrada. Las paredes, pintadas de un blanco inmaculado, y las rejas de hierro forjEl taxista la miró por el retrovisor con curiosidad evidente.