Aquellos recuerdos aún me persiguen como sombras al atardecer. El motero sujetaba a mi niña abandonada y se negaba a devolvérmela. Lo observé desde el otro lado del aparcamiento del Mercadona: aquel hombre corpulento, lleno de tatuajes y con un chaleco de cuero, acunaba contra su pecho a mi hija de quince meses mientras ella reía y tiraba de su barba.
La misma niña que había dejado en el carrito de la compra veinte minutos antes. La misma niña de la que había huido en coche porque ya no podía más.
Volvería. Eso me repetía mientras temblaba y lloraba en el asiento de mi Seat León, aparcado tres calles más allá. Regresaría por ella. Solo necesitaba unos minutos para respirar. Unos minutos para no ser madre. Unos minutos para saborear de nuevo la libertad.
Pero al volver al supermercado, el carrito ya no estaba. Empecé a entrar en pánico, escudriñando el aparcamiento, hasta que lo vi: aquel hombre de aspecto temible sosteniendo a mi hija como si fuera de cristal. Hablándole con ternura. Haciéndola reír.
Había coches de policía, guardias de seguridad, empleados del establecimiento. Alguien había llamado al 112 al encontrar a una bebé abandonada. Y ahora aquel motero era el centro de atención, protegiendo a mi hija, negándose a entregarla a nadie.
Debería haberme ido. Debería haber dejado que creyeran que estaba verdaderamente abandonada. Que el sistema la llevara a una familia que sí la quisiera. A una madre que no soñara con desaparecer.
Pero no pude. Bajé del coche y caminé hacia ellos con piernas de plomo. Un agente me vio primero: «Señora, ¿conoce a esta niña?».
El motero se volvió. Nuestras miradas se cruzaron. Y en su rostro vi algo que me dejó sin aliento. No era ira. Ni reproche. Era reconocimiento. Como si supiera exactamente lo que había hecho. Como si lo entendiera.
«Es mía», susurré. «Es mi hija».
La expresión del policía cambió al instante. «¿Usted es la madre? ¿Dónde estaba? ¡Esta niña fue abandonada en un carrito!».
«Lo sé». Mi voz era un hilo. «La dejé. Me fui. Volví, pero la abandoné». El aparcamiento enmudeció. Todos clavaban sus ojos en mí. La mala madre. La mujer que había abandonado a su hija. La monstruo.
Pero el motero no apartó la mirada. Seguía abrazando a mi niña, que ahora me extendía los brazos y balbuceaba «Mamá, mamá» con esa vocecita que tantas veces me hizo querer gritar.
«Señora, necesito que venga conmigo», dijo el agente, tomándome del brazo.
«Esperen». La voz del motero era grave, curtida. «Antes de arrestarla, ¿puedo hablar con ella? Solo un minuto».
El policía dudó. «Señor, esta mujer abandonó a su hija. Debemos—».
«Sé lo que hizo», lo interrumpió él. «Y sé por qué. Por favor. Solo dos minutos».
Tras un intercambio de miradas, el agente asintió. El motero se acercó lentamente, aún con mi hija en brazos. De cerca, era aún más imponente: alto como un torero, brazos tatuados, barba hasta el pecho. El tipo de hombre del que las madres apartan a sus hijos.
Pero sus ojos eran amables. Tristes. Comprensivos.
«¿Cómo se llama?», preguntó en voz baja.
«Lucía». Mi voz se quebró.
«Lucía… nombre bonito». Observó a la niña, que jugueteaba con su cadena. «Es preciosa. Alegre. Sana. Querida».
«Yo no la quiero». Las palabras salieron solas. «Bueno, sí… creo que sí. Pero no puedo… No puedo seguir siendo su madre. Me ahogo. Tengo veintitrés años y nadie lo entiende porque se supone que debo adorar esto».
Él asintió. «¿Su padre?».
«Se fue a los seis meses de embarazo. Dijo que no estaba preparado». Solté una risa amarga. «Yo tampoco lo estaba, pero nadie me dio opción. Todos decían que la amarías al nacer, que sería distinto al tenerla en brazos. Pero no fue distinto. Solo sentí miedo».
«¿Depresión posparto?». Negué con la cabeza. «Fui al médico. Me dieron pastillas. Me dejaron insensible, pero no me hicieron amarla. No me hicieron desear ser su madre». Las lágrimas caían sin control. «Sé que soy horrible. Pero cuando me fui, lo único que sentí fue alivio. Alivio de que ya no era mi responsabilidad».
El motero cambió a Lucía de brazo. Ella apoyó la cabecita en su hombro, confiada.
«¿Cómo te llamas?».
«Carla».
«Carla, escúchame bien». Hizo una pausa. «Hace veintisiete años, hice exactamente lo mismo que tú. Dejé a mi hijo de seis meses en una sillita frente a la comisaría y me marché. Era marine recién licenciado, viudo, y no soportaba ser padre solo. Todos esperaban que lo resolviera, pero me ahogaba. Como tú».
«¿Qué?».
«Conduje hasta otra provincia. Cambié de nombre. Me juré que estaría mejor sin mí». Su voz se quebró. «Y así fue. Lo adoptó una familia maravillosa. Le dieron todo lo que yo no pude».
«¿Pero…?».
«Pero durante veintisiete años pensé en él. Cada día. Hasta que me encontró. Llegó a mi puerta y me preguntó: ‘¿Por qué no fui suficiente?’.
Sentí un puñetazo en el estómago.
«¿Qué le dijiste?».
«La verdad. Que él era perfecto. Que yo estaba roto. Que elegí salvarme en vez de aprender a nadar». Me miró fijamente. «¿Sabes lo que me respondió?».
Negué, muda.
«Me dijo: ‘Toda mi vida creí que algo fallaba en mí. Que era imposible de amar’. Cayó en las drogas. Casi muere dos veces. Porque creció sintiéndose abandonado».
«Dios mío».
«No te lo digo para hundirte, Carla. Te lo digo porque ojalá alguien me hubiera detenido aquel día. Ojalá alguien me hubiera tendido una mano». Me acercó a Lucía. «Esta es mi mano. No hagas lo que yo hice. No la condenes a preguntarse siempre por qué no fue suficiente».
Miré a mi hija. Estiraba sus manitas hacia mí, repitiendo «Mamá». Y por primera vez en quince meses, no sentí resentimiento. Sentí su dolor.
«No sé ser madre», lloré.
«Nadie sabe», respondió él. «Todos nos ahogamos. La diferencia es hacerlo solo o con ayuda».
«No tengo a nadie».
«Me tienes a mí». Lo dijo como si fuera obvio. «Y a mi club. Cuarenta hermanos que ayudan a padres solteros. Tenemos guardería, terapia, ayuda económica. Lo que necesites».
«¿Por qué? Abandoné a mi hija. Soy un monstruo».
«No eres un monstruo. Eres una mujer que se ahoga». Me acercó a Lucía. «Mi hijo me perdonó, pero tardó veintisiete años. No hagas esperar tanto a Lucía».
La tomé entre mis brazos temblorosos. Ella me abrazó el cuello. Y entonces lo sentí. Ese amor del que tanto hablaban. Tardío, pero real.
«Lo siento, cariño», sollocé.
El motero puso su mano en mi hombro. «El que hayas vuelto significa algo. Solo necesitas ayuda».
Los policías se acercaron. «Señor, debemos tomarY ahora, cada vez que veo a Lucía dormir tranquila en su cama, sé que aquel motero llamado Andrés no solo me salvó a mí, sino que le regaló a mi hija la infancia que yo no supe darle al principio.