**Diario de un hombre**
Lucía Méndez subió por primera vez la gran escalinata de la residencia, arrastrando una maleta compacta y con el corazón lleno de una esperanza cautelosa. A sus 26 años, recién graduada en enfermería pediátrica, acababa de ser contratada como cuidadora personal del pequeño Mateo Alarcón, de 4 años, hijo del multimillonario empresario Adrián Alarcón, conocido como *El Cántabro*.
La propiedad era impresionante: tres pisos de arquitectura neoclásica rodeados de jardines tan vastos y cuidados que parecían un parque botánico, con una piscina tan grande que bien podría haberse confundido con un lago artificial. Pero lo que más impactó a Lucía fue el silencio; denso, casi antinatural. Una casa así, con esos recursos, debería bullir de vida, de movimiento, de risas infantiles. En cambio, solo había un silencio opresivo, una atmósfera cargada de una tristeza antigua.
—Debe de ser la nueva cuidadora.
Una voz firme y autoritaria resonó en el vestíbulo de mármol. Era Isidro Barreira, el mayordomo de la familia desde hacía veinte años, un hombre de unos 55 años con porte militar y una mirada escrutadora que la examinó de arriba abajo.
—Soy Isidro. Espero que haya leído y memorizado todas las instrucciones que le enviamos.
—Sí, señor, las he leído varias veces —respondió Lucía, recordando el documento detallado que había recibido. Eran instrucciones más propias de una unidad de aislamiento que de una casa.
El niño, Mateo, supuestamente estaba gravemente enfermo. Cualquier esfuerzo físico estaba prohibido. Los medicamentos debían administrarse con precisión de segundos, no de minutos. No podía recibir visitas ni salir de la mansión bajo ningún concepto. Y había una regla extraña: limitar las interacciones verbales a lo estrictamente necesario.
—El pequeño Mateo está en su habitación del tercer piso, ala oeste —dijo Isidro, sin el menor atisbo de calidez—. Siga las normas al pie de la letra. Cualquier desviación se reportará al señor Alarcón y su contrato será rescindido. Aquí valoramos la discreción y la obediencia.
Lucía asintió, con un nudo en el estómago. Subió la escalera alfombrada hasta el tercer piso, con el corazón latiendo con fuerza. Este era su primer trabajo importante desde que se graduó. Se había especializado en enfermería pediátrica por una razón muy personal: había perdido a su hermano pequeño cuando era adolescente, por una enfermedad que los médicos tardaron demasiado en diagnosticar.
Aquel día juró que nunca permitiría que un niño sufriera delante de ella sin hacer todo lo posible.
La puerta de la habitación de Mateo era de madera maciza, pero decorada con pegatinas de superhéroes y cohetes espaciales, aunque parecían descoloridas, como si llevaran años allí sin que nadie se molestara en cambiarlas. Llamó suavemente.
—Mateo, soy yo, he venido a cuidarte.
Silencio.
Abrió la puerta despacio y se encontró con una escena que le partió el alma. En medio de una habitación enorme, digna de un hotel de lujo, había una cama king size rodeada de equipos médicos que parecían más un quirófano que el dormitorio de un niño.
Y en el centro de aquella cama, casi perdido entre una montaña de almohadas, yacía un niño pequeño, delgado, con el pelo castaño revuelto y unos ojos verdes enormes. Tenía una palidez enfermiza que contrastaba con las sábanas de algodón egipcio. El aire olía a antiséptico y encierro.
—Hola, Mateo. Soy Lucía.
El niño la miró con una desconfianza que la sorprendió. No era la timidez habitual de un niño, sino la resignación de un adulto.
—¿Tú también te irás?
La pregunta, tan simple y directa, estaba cargada de una tristeza que hizo que Lucía tragara saliva para contener las lágrimas.
—¿Por qué iba a irme?
—Las demás se van. Papá dice que es porque estoy muy enfermo.
Lucía se acercó despacio, como quien se aproxima a un animal asustado, y se sentó al borde de la cama, manteniendo cierta distancia.
—Bueno, soy bastante tozuda. No me iré tan fácilmente. Y además, quiero saber qué enfermedad tienes.
Mateo, sin moverse de su nido de almohadas, señaló una mesita metálica junto a la cama.
—Muchas enfermedades. Tomo pastillas todo el día.
Lucía se levantó y se acercó a la mesa. Se quedó helada. Era como una farmacia entera. Contó al menos 20 frascos: antibióticos, antiinflamatorios, vitaminas en dosis altísimas, suplementos, jarabes…
—¿Cuánto tiempo llevas enfermo? —preguntó, cogiendo uno de los frascos.
Mateo intentó contar con los dedos, pero desistió.
—Siempre. Mamá murió cuando yo nací. Papá dice que fue porque me enfermé dentro de su tripa.
Otra vez, pensó Lucía, un niño cargando con una culpa que no le correspondía.
—No es culpa tuya que tu mamá se fuera al cielo —dijo Lucía con una dulzura que contrastaba con la frialdad de la habitación—. A veces los adultos están tan tristes que no saben explicar las cosas bien.
—¿Conoces a mi papá?
—Todavía no. Pero me gustaría mucho.
Mateo se encogió entre las almohadas. Lucía las observó. Había al menos ocho o nueve, todas inmaculadamente blancas.
—¿Por qué tantas almohadas? —preguntó con curiosidad profesional.
—El doctor Varela dice que las necesito, que tengo que estar acostado siempre. Me ayudan a respirar.
Lucía frunció el ceño. Un niño de cuatro años no debía estar acostado todo el día a menos que estuviera en estado crítico, y aunque Mateo estaba pálido, su respiración en reposo parecía normal.
—¿Te duele cuando respiras?
—A veces, sobre todo por la noche. Y estoy cansado. Y no puedo caminar mucho, me canso.
Lucía lo observó con ojo clínico. Algo no cuadraba. Había cuidado a niños con fibrosis quística, cardiopatías graves, leucemias. Mateo no presentaba los síntomas claros de ninguna patología concreta.
—Mateo, ¿cuándo fue la última vez que jugaste en el jardín?
Los ojos del niño brillaron un instante antes de apagarse de nuevo.
—No puedo ir al jardín. Es peligroso. El doctor Varela dice que podría ponerme peor.
Lucía estaba cada vez más intrigada. Aislar así a un niño no era protocolo médico estándar, ni siquiera en casos graves.
—¿Y si leemos un cuento? Tengo uno sobre un dragón que no quería escupir fuego.
Los ojos de Mateo se abrieron, sorprendidos.
—¿Fuego? ¿No me hace daño?
—Claro que no, Mateo. Leer cura el aburrimiento, que es una enfermedad terrible.
Mientras leía, notó algo extraño: el niño parecía fascinado por su voz, como si no estuviera acostumbrado ni siquiera a la interacción humana más básica.
Media hora después, Adrián Alarcón llegó a casa. Era un hombre alto, de pelo oscuro peinado con perfección, vestido con un traje que costaba más que el coche de Lucía. Pero su rostro reflejaba una fatiga y una tristeza que ni el dinero ni el poder podían ocultar.
—¿Cómo ha ido el primer día? —le preguntó a Isidro mientras se aflojaba la corbata.
—La nueva cuidadora parece competente, señor. Cumple con los protocolos. Ahora está enAdrián miró a su hijo correr por los pasillos de la casa, riendo por primera vez en años, y supo que Lucía no solo había salvado a Mateo, sino que también le había devuelto la vida a ambos.