Los pasillos del piso veintitrés olían a café recién hecho y a lejía con aroma a limón. Aquel olor era raro, como si el edificio intentara convencer a todos de que allí arriba el mundo olía mejor, más pulcro, más justo. Diego Martínez caminó hacia su despacho sin cruzar miradas, con el móvil vibrando por enésima vez en el bolsillo y la mente llena de cifras: inversores, plazos, el proyecto de torres en Pozuelo, la voz de Lucía exigiendo “resultados” como si la vida fuera una hoja de Excel.
Al abrir la puerta, todo relucía. Los cristales sin huellas. El mármol pulido como un espejo. Ni una mota de polvo en los rodapiés, ni una mancha en la mesa de juntas. Por un instante, sintió satisfacción, como quien mira Madrid desde un ático y cree que por verla, la posee.
Entonces la vio.
Carmen estaba arrodillada junto al escritorio, limpiando con movimientos precisos, casi silenciosos. Delgada, joven, el pelo recogido en un moño, las manos enrojecidas por los productos de limpieza. Se sobresaltó al verlo, como si la presencia de un jefe fuera un relámpago.
—Perdone, señor Martínez —dijo, levantándose demasiado rápido—. En cinco minutos termino.
Diego, que rara vez improvisaba fuera de su guion profesional, soltó una frase que no salía de su cabeza, sino de algún lugar incómodo del pecho:
—No hay prisa. Tómate tu tiempo.
Carmen asintió sin mirarlo y siguió limpiando. Él intentó concentrarse en el ordenador, pero su vista volvía una y otra vez hacia ella: el cuidado con que movía cada objeto, como si todo allí fuera frágil; la forma en que evitaba hacer ruido, como si pidiera perdón por existir.
Cuando terminó, empujó su carrito hacia la puerta.
—Ya está listo, señor. Que tenga buen día.
—Espera —dijo Diego, metiendo la mano en la cartera. Sacó billetes sin pensar: cincuenta euros—. Toma. Por el buen trabajo.
Carmen se quedó quieta. Miró el dinero, luego su rostro. No había codicia en sus ojos. Ni gratitud falsa. Solo cansancio… y algo duro, como un muro.
—Gracias, señor Martínez —contestó en voz baja—, pero no puedo aceptarlo.
—Es una propina —insistió él, incómodo—. Todo el mundo acepta propinas.
—Yo solo acepto el sueldo que acordamos. Mi salario es justo. No necesito más.
Dijo “no necesito más” como si esa frase fuera una barrera que hubiera levantado con sus propias manos. Luego se marchó, dejando el dinero en el aire como si le hubiera ofrecido algo sucio.
Esa mañana, Diego no pudo concentrarse. El rechazo lo persiguió como una sombra. ¿Quién rechaza dinero? ¿Qué clase de orgullo era ese? Durante días intentó repetir el gesto: propinas, chocolates, un aumento. Carmen lo rechazó todo con la misma dignidad, como si cada oferta escondiera una trampa.
Hasta que una tarde gris, al verla salir del edificio con la mirada baja y una mochila desgastada, algo en él se rompió. No fue compasión, no todavía. Fue vergüenza. Fue darse cuenta de que había vivido treinta y cinco años sin mirar de verdad a nadie que no estuviera a su altura.
Sin pensarlo, bajó las escaleras en vez de coger el ascensor. Salió a la calle con la chaqueta abierta y la llovizna dibujándole motitas frías en la cara. Se dijo que solo daría un paseo, para calmar la mente… pero cuando Carmen no giró hacia la parada del autobús y siguió adelante, él se pegó a las sombras de los escaparates, y una duda peligrosa le nació en la garganta: “Necesito saber”. Y al final de esa frase, como si el destino escuchara, sintió que algo estaba a punto de estallar.
Carmen andaba rápido. Él mantuvo la distancia, como si siguiera un secreto. Las farolas de Madrid brillaban en el asfalto mojado. Pasó una parada. Luego otra. Y otra más. Hasta que la certeza lo golpeó:
“Está caminando para ahorrarse el billete.”
A su lado iba una niña, de la mano, que no tendría más de seis años. Luchaba por seguirle el paso, casi corriendo. Su vestido tenía el dobladillo deshilachado. Llevaba un vaso de plástico en la mano.
Caminaron cuarenta minutos. Los edificios modernos quedaron atrás. La ciudad cambió de piel: calles más estrechas, grafitis en las paredes, aceras rotas. Vallecas. Diego había oído ese nombre como quien oye una noticia lejana, algo que no entraba en su mundo.
Carmen se detuvo frente a un bloque de pisos deteriorado. La niña soltó su mano y corrió hacia la entrada, como si el cansancio no existiera cuando se trata de llegar “a casa”.
—¡Mamá! —gritó la pequeña, alzando el vaso.
Diego se escondió tras un coche aparcado, con el corazón a punto de romperle las costillas. Vio las monedas dentro del vaso, pocas, tristes, sonando como lluvia de metal. Vio el rostro de Carmen descomponerse durante un instante, solo un parpadeo de dolor… y luego una sonrisa falsa, valiente.
—Qué buena ayudante eres, cariño —dijo Carmen, agachándose—. ¿Alcanza para… para huevos mañana?
La pregunta la hizo la niña como quien pregunta por el tiempo. Como si “huevos mañana” fuera la medida de la seguridad infantil.
Carmen le acarició la cara con ambas manos.
—Mañana, mi vida. Te lo prometo.
Entraron en una tienda de barrio. Diego, desde la acera de enfrente, vio a través del cristal. Carmen volcó las monedas sobre el mostrador. El tendero las contó con paciencia, como quien sabe que viene una mala noticia. Ella señaló algo; él negó. Al final salieron con una bolsa de papel: pan del día anterior y una botella de leche.
Eso era todo.
No subieron al piso. Se sentaron bajo el toldo de la tienda, en el borde de la acera, con la lluvia arreciando. Carmen partió la barra y le dio a la niña la mitad más grande. La pequeña bebió leche directamente de la botella. Carmen le limpió la boca con el dorso de la mano, con una ternura que a Diego le partió el pecho como un cuchillo.
—¿Mañana podemos comprar mantequilla? —preguntó la niña.
—Mañana veremos, cielo.
Diego sintió náuseas, no por la pobreza en sí, sino por la distancia absurda entre aquel pan mojado y su almuerzo de oficina, por lo fácil que era no ver.
Esperó a que entraran al edificio. Luego cruzó. Subió las escaleras con cuidado; el pasamanos estaba suelto y las paredes olían a humedad. En el tercer piso, al fondo del pasillo, una luz tenue se filtraba bajo una puerta. Una cortina improvisada dejaba un hueco.
Miró.
Dentro había una habitación casi vacía: pintura descascarada, un colchón en el suelo con una sábana raída, una caja de cartón como mesa, una bombilla colgando de un cable pelado. Carmen estaba arrodillada junto a la niña, ayudándola con los deberes. La pequeña escribía sobre el cartón como si fuera lo normal. Ropa colgada de un cordel: cuatro prendas. No había nevera, ni cocina, ni muebles.
Y esa misma mujer limpiaba sus cristales impecables, su mármol reluciente, sus muebles de diseño.
Diego retrocedió como si el pasillo le quemara. Bajó troDiego salió en silencio, con la lluvia mezclándose en su rostro con las primeras lágrimas honestas de su vida, sabiendo que jamás volvería a mirar el mundo con los mismos ojos.