**Diario de un día que cambió todo**
El comedor del instituto Cervantes en Madrid resonaba con el bullicio de los estudiantes haciendo cola para el desayuno. Entre ellos estaba Javier Morales, un chico de dieciséis años recién llegado de Sevilla. Alto, delgado y con una serenidad que llamaba la atención, Javier se había mudado a casa de su tía después de que su madre, enfermera, recibiera un trabajo que la obligaba a viajar constantemente. Aunque estaba acostumbrado a cambiar de colegio, sabía que ser “el nuevo” siempre atraía miradas indiscretas.
Javier cogió su bandeja con un cartón de leche y un pequeño bocadillo cuando, de pronto, una voz cortó el murmullo.
“Oye, mirad quién está aquí, el recién llegado”, dijo con sorna Darío Rojas, el típico matón del instituto, conocido por hostigar a cualquiera que no encajara en su idea de “guay”. Flanqueado por dos compinches, Darío se acercó a Javier con una taza de café humeante en la mano.
Javier siguió caminando, ignorándolo. Pero Darío no era de los que aceptaban un desaire. Cuando Javier llegó a una mesa cercana, Darío se plantó frente a él, bloqueándole el paso.
“¿Te crees que puedes entrar aquí como Pedro por su casa? Aquí mandamos nosotros”, se burló Darío, mientras sus amigos reían a sus espaldas.
Los ojos tranquilos de Javier se encontraron con los de Darío, pero no pronunció palabra. Ese silencio enfureció aún más a Darío. De repente, con un movimiento calculado para humillar, inclinó la taza y vertió el café caliente sobre la camisa de Javier.
El comedor estalló en murmullos. El líquido empapó la ropa de Javier y cayó al suelo. Algunos rieron nerviosos; otros, en cambio, cuchichearon, impactados.
“Bienvenido al Cervantes, novato”, dijo Darío con una sonrisa burlona antes de tirar la taza vacía.
Javier apretó los puños, sintiendo el ardor en el pecho. Cada fibra de su cuerpo le pedía responder, pero años de disciplina lo contuvieron. Llevaba ocho años entrenando taekwondo, había conseguido el cinturón negro y ganado campeonatos regionales. Su entrenador le había inculcado una lección: el taekwondo es para defenderse, nunca para intimidar o vengarse.
Respiró hondo, se secó la camisa y se alejó sin decir nada. Pero al salir del comedor, una idea resonaba en su mente: esto no ha terminado.
Lo que Javier no sabía era que ese incidente desencadenaría una serie de eventos que pondrían a prueba su autocontrol y revelarían su verdadero carácter ante todo el instituto.
Para la hora del recreo, la noticia del “incidente del café” había corrido como la pólvora. Algunos admiraban a Javier por no haber peleado; otros asumían que había tenido miedo de enfrentarse a Darío.
Javier estaba solo en una mesa, con los auriculares puestos, reviviendo la humillación. Odiaba las miradas, los murmullos, las risas. Pero más que nada, odiaba que lo subestimaran. No era débil; estaba entrenado. Y si Darío volvía a provocarlo, no estaba seguro de poder contenerse.
Esa tarde, en clase de educación física, todo cambió. El profesor anunció una unidad de defensa personal y, por azar, emparejó a Javier con Darío.
El gimnasio resonaba con el chirrido de las zapatillas mientras los alumnos practicaban posiciones básicas. Darío sonrió con suficiencia y susurró: “Esto te encanta, ¿eh? Por fin puedes hacerte el duro”.
Javier ignoró el comentario, siguiendo las instrucciones del profesor. Pero cuando Darío lo empujó con más fuerza de la necesaria, su paciencia empezó a agotarse.
“¿Algún problema?”, preguntó Javier con calma.
“Tú”, respondió Darío. “¿Te crees mejor que yo? Veremos qué tal se te da cuando te pise”.
El profesor, al notar la tensión, reunió a la clase. “Vamos a hacer combates controlados. Recuerden: esto es práctica. Respeten a su compañero”.
Cuando Javier y Darío subieron al tatami, el ambiente se electrizó. Los estudiantes se agolparon alrededor, intuyendo lo que se avecinaba. Darío se sacudió los nudillos, seguro de sí mismo, mientras Javier, siguiendo la tradición, hizo una reverencia de respeto.
“¡Comiencen!”, ordenó el profesor.
Darío arremetió sin control, lanzando golpes al aire. Javier lo esquivó con movimientos precisos, contrarrestando con una patada controlada que hizo retroceder a Darío. El público contuvo la respiración.
Javier mantuvo la calma. Cada ataque de Darío era neutralizado con técnica, nunca con saña. Al final, Darío, sudando y jadeando, apenas podía mantenerse en pie. Javier, en cambio, apenas respiraba agitado.
El profesor dio por terminado el combate. “Así se controla una pelea”, dijo. “Disciplina. Respeto. Técnica”.
La clase estalló en murmullos. Por primera vez, Darío parecía desconcertado. Javier abandonó el tatami sin fanfarrias, sin sonrisas. Solo había demostrado su punto.
A partir de ese momento, los estudiantes miraron a Javier con otros ojos. Ya no era solo “el nuevo”. Era alguien a quien respetar.
Al día siguiente, Darío lo evitó en los pasillos, pero los rumores lo seguían a todas partes. Algunos exageraban el combate; otros lo describían con admiración. Javier se convirtió en el chico tranquilo con un talento extraordinario.
Pero él no buscaba fama. Quería paz. Al salir de clase, mientras guardaba sus libros, vio a Darío esperándolo, solo y sin sus amigos.
“Oye”, murmuró Darío,