El comedor del instituto Cervantes en Madrid bullía de ruido mientras los estudiantes hacían cola para sus cafés y napolitanas. Entre ellos estaba Javier Morales, un chico nuevo de dieciséis años que acababa de llegar desde Sevilla. Alto, delgado y con una serenidad que llamaba la atención, Javier se había mudado a casa de su tía después de que su madre, enfermera, aceptara un trabajo que la mantenía viajando por toda España. Aunque estaba acostumbrado a cambiar de colegio, sabía que ser “el nuevo” solía atraer miradas incómodas.
Javier recogió su bandeja con un batido de chocolate y un pequeño bocadillo cuando, de repente, una voz se alzó desde el otro extremo del comedor.
“Bueno, bueno, mira quién está aquí… el recién llegado”, dijo con sorna Adrián Vázquez, un conocido gamberro del instituto, siempre rodeado de sus secuaces. Con una taza de café humeante en la mano, Adrián se acercó provocadoramente.
Javier optó por ignorarlo y siguió caminando, pero Adrián no era de los que se dejan pasar por alto. Lo interceptó frente a una mesa, bloqueándole el paso.
“¿Te crees que puedes entrar aquí como si nada? Aquí mandamos nosotros”, soltó Adrián, mientras sus amigos reían por detrás.
Los ojos tranquilos de Javier se clavaron en los de Adrián, pero no dijo nada. Esa calma enfureció aún más al matón. Con un movimiento brusco, Adrián inclinó la taza y vertió el café caliente directamente sobre la camiseta de Javier.
Los murmullos se extendieron por el comedor. El líquido empapó la ropa de Javier, goteando al suelo. Algunos rieron nerviosos; otros, en cambio, cuchichearon entre sorprendidos y molestos.
“Bienvenido al Cervantes, principiante”, dijo Adrián con una sonrisa burlona antes de tirar la taza vacía al suelo.
Javier apretó los puños, sintiendo el ardor en el pecho. Cada fibra de su cuerpo le pedía devolver el golpe, pero años de disciplina lo contuvieron. Llevaba ocho años entrenando taekwondo, había conseguido el cinturón negro y hasta ganado campeonatos regionales. Su entrenador le había inculcado una lección: el taekwondo es para defenderse, nunca para humillar o vengarse.
Respiró hondo, se secó la camiseta y se marchó sin pronunciar palabra. Pero mientras salía del comedor, una idea resonaba en su mente: Esto no ha terminado.
Lo que Javier no sabía era que ese incidente desencadenaría una serie de eventos que pondrían a prueba su autocontrol y, al mismo tiempo, revelarían su verdadera fortaleza ante todo el instituto.
Para la hora del recreo, el “episodio del café” ya había corrido como la pólvora por los pasillos. Algunos admiraban a Javier por no haber respondido; otros asumieron que era un cobarde.
Javier se sentó solo en una esquina del patio, con los auriculares puestos, reviviendo la humillación. Odiaba las miradas, los murmullos, el que lo subestimaran. No era débil: estaba entrenado. Y si Adrián volvía a provocarlo, no estaba seguro de poder contenerse.
Esa tarde, en la clase de gimnasia, todo cambió. El profesor Martínez anunció un nuevo módulo de defensa personal y formó parejas para los ejercicios. El destino quiso que Javier se emparejara con Adrián.
El gimnasio resonaba con el chirrido de las zapatillas mientras practicaban posiciones básicas. Adrián no dejaba de provocar: “Seguro que esto te encaja, ¿eh? Por fin puedes hacerte el duro”.
Javier lo ignoró al principio, siguiendo las instrucciones del profesor. Pero cuando Adrián lo empujó con demasiada fuerza durante un ejercicio, su paciencia empezó a agotarse.
“¿Algún problema?”, preguntó Javier con calma.
“Tú”, contestó Adrián. “Te crees mejor que yo, ¿verdad? Veremos qué tal se te da cuando te ponga de cara a la pared”.
El profesor Martínez, al notar la tensión, reunió a la clase: “Haremos combates controlados. Recuerden: esto es práctica. Respeto ante todo”.
Cuando Javier y Adrián subieron al tatami, el ambiente cambió. Los estudiantes se agolparon alrededor, sintiendo que algo gordo estaba por pasar. Adrián se estiró los dedos con una sonrisa arrogante, mientras Javier se inclinó en señal de respeto, como manda la tradición.
“¡Combate!”, anunció el profesor.
Adrián se abalanzó sin control, lanzando golpes al aire. Javier esquivó con agilidad, moviéndose con precisión y elegancia. Contraatacó con un bloqueo rápido y una patada controlada al costado de Adrián, que lo hizo retroceder tambaleándose. El público estalló en exclamaciones.
Javier no perdió la compostura. Cada ataque de Adrián lo neutralizaba con eficacia, demostrando técnica sin crueldad. Para el final, Adrián jadeaba, empapado en sudor, mientras Javier permanecía imperturbable.
El profesor detuvo el combate y alabó la técnica de Javier: “Así es como se controla un enfrentamiento: con disciplina, respeto y habilidad”.
El ambiente en la sala era eléctrico. Adrián, por primera vez, parecía desconcertado, su confianza hecha trizas. Javier abandonó el tatami sin presumir, sin sonreír siquiera: solo había dejado clara una cosa.
A partir de ese momento, los compañeros vieron a Javier con otros ojos. Ya no era solo “el nuevo”. Era alguien a quien respetar.
Al día siguiente, Adrián evitó a Javier en los pasillos, pero los rumores seguíanCon el tiempo, incluso los más reacios aprendieron que la verdadera valentía no está en los puños, sino en el carácter.