El hijo rico no oía nada… hasta que una niña reveló su increíble secreto

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Hace mucho tiempo, en el patio señorial de una empresa en Madrid, un acaudalado empresario dejó a su hijo sentado solo. El pequeño, llamado Mateo, era sordo de nacimiento. En ese momento, una niña humilde llamada Lucía se acercó y comenzó a hablarle con señas, ganándose su confianza. Con delicadeza, colocó su mano en su oído y extrajo algo que se movía entre sus yemas. Lo que ocurrió después desafió toda razón y cambiaría para siempre sus vidas.

El patio, con sus jardines impecables y fuentes de mármol, reflejaba el poder de quien lo habitaba. Don Javier Mendoza, dueño de un imperio de jabones y perfumes artesanales, siempre presumía de sus productos “hechos con las hierbas más puras de los campos castellanos”. Vanidoso y obsesionado con el éxito, caminaba con paso firme mientras su hijo, Mateo, lo seguía en silencio. Al llegar a la entrada, don Javier se detuvo bruscamente. “Maldición, olvidé los documentos en el despacho”, murmuró mientras se ajustaba la chaqueta.

Se agachó y le hizo señas al niño: “Quédate aquí, vuelvo enseguida”. Mateo asintió con una sonrisa tímida y se sentó en un banco de piedra. Mientras su padre desaparecía tras las puertas de cristal, el pequeño quedó sumergido en un mundo sin sonidos. Fue entonces cuando apareció Lucía, delgada, con vestido raído y pies descalzos. Aunque su apariencia era frágil, sus ojos negros brillaban con determinación.

Se acercó a Mateo con cautela y, para su sorpresa, comenzó a hablarle en lengua de signos. “¿Sabes señas?”, preguntó él con movimientos rápidos. Lucía asintió. “Aprendí para hablar con niños como tú. No me gusta ver a nadie solo”. El niño se relajó y conversaron sobre el cielo y el viento. Hubo un momento en que Lucía inclinó la cabeza, como si escuchara algo dentro de él.

“¿Puedo mirar tu oído?”, señaló. Mateo dudó, pero la serenidad de la niña lo tranquilizó. Con delicadeza, ella introdujo sus dedos y extrajo una pequeña larva viva. En ese instante, don Javier regresó corriendo. “¡Dios mío! ¿Qué está pasando aquí?”, gritó. Pero antes de que pudiera reaccionar, escuchó algo más poderoso: Mateo murmuró un sonido, su primera palabra.

Don Javier se quedó petrificado. Lucía lo miró con firmeza. “Estos jabones de hierbas marchitas que venden están llenos de huevos como este”. Antes de que él pudiera responder, la niña se esfumó entre la multitud.

Con el corazón en un puño, don Javier llevó a Mateo al hospital. Los médicos descubrieron que el parásito había dañado su oído durante años. “Este tipo de organismos crece en sustancias vegetales mal procesadas”, explicó uno, mostrando la larva en un frasco.

Don Javier recordó entonces los jabones que fabricaba, los mismos que entregaba como promoción en orfanatos y escuelas. Con horror, comprendió que él mismo había envenenado a su hijo.

Al día siguiente, buscó a Lucía, pero ninguna de las niñas de la calle sabía de ella. Una anciana le dijo: “Esa niña aparece cuando un niño necesita ser escuchado”.

Años después, don Javier cerró su fábrica y fundó un hogar para niños sordos. Mateo, ahora con audífonos, aprendió a hablar y un día le dijo: “Te quiero, padre”.

Y entre lágrimas, don Javier supo que, al fin, había aprendido a escuchar.

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