El hijo del rico nació sordo, hasta que la sirvienta reveló un misterioso secreto

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El hijo del millonario yacía inmóvil en el suelo de mármol, los ojos cerrados, el cuerpo frío por el shock, mientras la sirvienta se arrodillaba a su lado, sus manos temblaban, sosteniendo algo pequeño, oscuro y que se movía.

“Lucía, ¿qué has hecho?”, susurró el mayordomo, paralizado por el miedo.

Pasos retumbaron por la mansión. Don Rodrigo Mendoza, el hombre cuyo dinero podía comprar casi cualquier cosa, irrumpió en la habitación, su rostro pálido de horror.

“¿Qué le ha pasado a mi hijo?”, gritó, acercándose.

Los labios de Lucía temblaban mientras lo miraba, sus ojos llenos de lágrimas.

“No le hice daño, señor”, susurró. “Juro que solo intentaba ayudarlo”.

“¿Ayudar?”, rugió Rodrigo, su voz eco en el vasto salón.

“¿Has tocado a mi hijo? ¿Te acercaste sin mi permiso?”.

Lucía abrió lentamente su palma. Dentro había algo que nadie había visto antes: algo extraño, oscuro y húmedo que brillaba bajo la luz.

Todos en la habitación retrocedieron, sus rostros descoloridos.

El aire era espeso, silencioso y pesado, hasta que un sonido suave lo rompió.

“Papá”.

Vino del niño. El mismo niño que había nacido sordo. El mismo que nunca había pronunciado una palabra en su vida.

Por un momento, nadie se movió. Ni siquiera Rodrigo.

Y entonces entendió que la sirvienta acababa de hacer lo imposible.

La mansión de los Mendoza era un lugar donde hasta el silencio tenía su propio sonido. Cada rincón relucía. Cada lámpara brillaba como el oro. Sin embargo, algo faltaba. La casa era enorme, pero llevaba consigo una soledad que ningún adorno podía esconder.

Los sirvientes se movían en silencio, cuidadosos de no hacer ruido. Decían que al señor de la casa le gustaba así.

Rodrigo era un hombre que vivía para la perfección. Su mundo estaba hecho de horarios, reuniones y contratos millonarios. Pero tras su apariencia serena latía un padre que no podía dormir por las noches.

Su único hijo, Adrián, había nacido sordo. Ni medicinas, ni doctores, ni tratamientos costosos lo habían cambiado. Había pasado años viajando por el mundo, pagando a expertos que prometían esperanza. Pero siempre regresaba al mismo silencio.

Adrián tenía ya diez años. Nunca había escuchado la lluvia, ni la voz de su padre, ni pronunciado una sola palabra.

La única comunicación que conocía eran los labios de los demás cuando hablaban. A veces se sentaba junto a la ventana y apoyaba su oreja en el cristal, viendo cómo los árboles se mecían como si susurraran secretos que él jamás oiría.

El personal de la mansión había aprendido a comunicarse con él mediante señas, aunque pocos lo intentaban. Algunos lo compadecían, otros le temían, como si su silencio trajera mala suerte.

Pero una persona lo veía diferente.

Se llamaba Lucía.

Lucía era nueva en la mansión. Una joven sirvienta de veintitantos años. Había llegado buscando trabajo después de que la enfermedad de su madre la dejara con deudas médicas impagables.

Vestía el mismo uniforme todos los días, lavado cuidadosamente cada noche, y recogía su pelo en un moño impecable. Trabajaba en silencio, sin quejarse, sin chismes.

Pero tras su rostro tranquilo latía un corazón lleno de recuerdos que no podía olvidar.

Lucía había tenido un hermanito llamado Javier. Él perdió la audición tras una extraña infección cuando eran niños. Recordaba cómo los médicos los rechazaron porque no podían pagar el tratamiento.

Recordaba la mirada impotente de su madre y cómo Javier murió en silencio, sin escuchar su voz una última vez.

Desde entonces, Lucía llevaba una promesa en el corazón: si alguna vez conocía a otro niño como él, nunca apartaría la mirada.

La primera vez que vio a Adrián, estaba sentado en la escalera de mármol, alineando cochecitos de juguete. No levantó la vista cuando ella pasó, pero notó algo extraño en él. No se movía como los demás niños. Era demasiado cuidadoso, demasiado quieto. Sus ojos reflejaban algo que ella reconocía: soledad.

Desde ese día, Lucía empezó a dejarle pequeños regalos en las escaleras. Un pájaro de papel doblado, un chocolatito envuelto en dorado, una nota con un dibujo.

Al principio, Adrián no reaccionaba. Pero una mañana, el chocolate había desaparecido y los pajaritos de papel estaban junto a sus juguetes.

Poco a poco, algo comenzó a cambiar.

Cuando Lucía limpiaba las ventanas cerca de su cuarto de juegos, él se acercaba, observando su reflejo. Ella sonreía y saludaba con la mano. Él empezó a responder.

Cuando una vez dejó caer una taza, Adrián se rió sin sonido, sosteniendo su barriga con ambas manos. Era la primera vez que alguien en la mansión lo veía sonreír.

Día tras día, Lucía se convirtió en la única persona en quien Adrián confiaba. Ella le enseñaba pequeñas señas, y él le enseñaba a encontrar alegría en las cosas pequeñas.

No lo trataba como un paciente. Lo trataba como un niño que merecía ser escuchado a su manera.

Pero no todos estaban contentos con eso.

Una noche, mientras Lucía limpiaba la mesa del comedor, el mayordomo le susurró con severidad:

“Debes mantenerte alejada de él. Al señor Mendoza no le gusta que el personal se acerque demasiado”.

Lucía lo miró, sorprendida.

“Pero parece más feliz”, dijo suavemente.

“Eso no es asunto tuyo”, respondió él. “Estás aquí para limpiar, no para hacer amigos”.

Lucía no respondió, pero en su corazón no estaba de acuerdo. Sabía cómo se veía la soledad, y la veía cada vez que miraba a los ojos de Adrián.

Esa noche, mientras el resto del personal se retiraba a sus habitaciones, Lucía se sentó junto a la ventana de la cocina, pensativa. El tic-tac del reloj sonaba lento. Recordaba a Javier, su hermano, y cómo nadie se había molestado en notar su dolor.

No podía permitir que eso volviera a pasar.

A la mañana siguiente, encontró a Adrián sentado en el jardín, rascando su oreja y frunciendo el ceño. Parecía incómodo.

Lucía se arrodilló junto a él y le hizo una seña suave: “¿Estás bien?”.

Él negó con la cabeza.

Ella se inclinó un poco, girando su cabeza para mirar dentro de su oreja.

La luz del sol iluminó su oído, y por un instante, vio algo que le heló la sangre.

En lo profundo, algo oscuro brillaba.

Lucía parpadeó, sin estar segura de lo que acababa de ver. Parecía una pequeña sombra moviéndose, pero tal vez había sido su imaginación.

No lo tocó. Solo sonrió y dijo suavemente:

“Vamos a avisar a tu padre. ¿De acuerdo?”.

Adrián negó rápidamente con la cabeza.

“No médicos”, señaló con manos temblorosas. “Me hacen daño”.

Lucía se quedó quieta.

El dolor en sus ojos era evidente. Y en ese momento, lo entendió todo.

No solo tenía miedo de los hospitales. Estaba aterrorizado.

Esa noche, no pudo dormir. La imagen de aquella cosa oscura dentro de su oreja la atormentaba.

¿Y si era algo grave? ¿Y si era la razón por la que nunca había podido oír?

Pensó en avisar a alguien, pero recordó cómo funcionaban las cosas en la mansión. Sin la aprobación de Don Rodrigo, nadie escucharía, y Don Rodrigo apenas hablaba con ella.

Al día siguiente, la inquietudAl final, mientras el sol se ponía sobre Madrid, Adrián corrió hacia Lucía abrazándola fuerte, susurrándole al oído con una voz que antes nunca tuvo: “Gracias por escucharme cuando nadie más lo hizo”.

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