El frío magnate sorprendió a su empleada bailando — su reacción dejó a todos sin palabras.

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El frío multimillonario sorprendió a su doncella bailando — lo que hizo después dejó a todos boquiabiertos.

La gran lámpara de araña brillaba bajo los primeros rayos del sol, esparciendo destellos dorados sobre el suelo de mármol. Lucía giraba descalza, con el delantal blanco ondeando al ritmo de sus pasos. Entre sus manos sostenía una cuchara de madera, como si fuera un micrófono, cantando para un público imaginario. El silencio de la mansión le regalaba una libertad rara: soñar, fingir, olvidar que solo era una simple sirvienta en un mundo ajeno.

No escuchó la puerta de roble cerrarse a sus espaldas. El aire se cortó con una voz grave:

—¿Te diviertes?

Lucía se detuvo a mitad de un giro. El corazón se le hundió. Sus ojos se encontraron con la silueta alta en el marco de la puerta — Alejandro del Toro. El mismísimo Alejandro del Toro. El multimillonario reservado, dueño de medio Madrid, conocido por su frialdad. Vestía un traje negro hecho a medida, ojos grises como acero y la mandíbula tensa. Su sola presencia podía silenciar cualquier habitación.

El rostro de Lucía se tiñó de rubor.
—Yo… solo estaba… —balbuceó.
—¿Bailando? —interrumpió él, sin rastro de sonrisa.

Sus dedos se aferraron a la cuchara.
—Perdone, señor. No le oí entrar. Volveré al trabajo.

Pero Alejandro no se movió. Dio un paso hacia ella, lento, como un depredador, hasta quedar a escasos pasos.
—No recuerdo haberla contratado para entretener… ¿O es su método habitual para limpiar el polvo?

La vergüenza de Lucía se convirtió en irritación.
—Con todo respeto, señor, solo hice una pausa de un minuto. No volverá a ocurrir.

Alejandro inclinó la cabeza, escudriñándola como si fuera un proyecto de inversión. Luego, sin aviso, sacó el teléfono. A Lucía se le heló la sangre. ¿Qué iba a hacer? ¿Despedirla? ¿Grabarla? ¿Llamar a la ama de llaves?

Pulsó un botón.

La habitación se llenó de música —un jazz suave que brotaba del piano de cola en la esquina, encendido automáticamente.
—¿Qué hace? —susurró Lucía.
—Baila —respondió él, sencillamente.

Ella rio nerviosa.
—Señor, yo no…
—No es una petición.

Su voz era neutra, pero en sus ojos brilló algo parecido a la curiosidad… casi a un juego. Lucía dudó. Cada célula de su cuerpo le gritaba que se negase. Pero otra parte —esa chica rebelde que alguna vez fue— alzó la barbilla.

Retrocedió un paso y comenzó a bailar, esta vez al compás de la melodía.

Alejandro guardó silencio. La observaba con intensidad, concentrado, y su mirada era indescifrable. Lucía giraba, el delantal ondeando, los pies descalzos deslizándose sobre el mármol frío. Cuando la música cesó, se detuvo, sin aliento.

—¿Satisfecho, señor del Toro? —preguntó con un dejo de desafío.

No respondió de inmediato. Luego, con sequedad, dijo:
—Estás contratada.

—Ya trabajo aquí —replicó, confundida.
—Pero no como mi doncella personal.

Sus ojos se abrieron.
—¿Personal…?

Asintió.
—A partir de mañana. Solo mis aposentos, mi comida, mi horario. El sueldo será el triple.

Lucía casi tropieza. ¿Por qué ella?
—¿Por qué… yo? —musitó.

Los labios del multimillonario esbozaron una sonrisa fugaz, tan sutil que ella dudó si la había imaginado.

—Porque no te asustas fácilmente.

Y sin añadir nada más, salió, dejándola plantada en medio del salón, con la cuchara de madera en las manos, completamente aturdida.

Los días siguientes fueron cualquier cosa menos normales. Ser la doncella personal de Alejandro del Toro resultó… extraño. Un día era frío y autoritario; otro, casi… humano.

Al segundo día, mientras ella preparaba el desayuno, él entró en la cocina.

—¿Siempre canturreas cuando cocinas?

Ella se paralizó.
—No me había dado cuenta.
—No pares.

Y se sentó en la barra, tomando café mientras ella batía los huevos, como si fuera lo más natural del mundo.

Para el final de la semana, había aprendido algunas cosas de él: odiaba las conversaciones banales. Se fijaba en todo. Trabajaba hasta el agotamiento y apenas dormía. Y, pese a su frialdad, jamás le había alzado la voz. Nunca la humilló, como hacía con otros.

Y a veces —solo a veces— captaba aquella misma mirada enigmática del primer día.

Hasta que llegó la noche que lo cambió todo.

Una tormenta azotó la ciudad. Las farallas se reflejaban en las calles empapadas. Lucía ordenaba el despacho de Alejandro cuando una carpeta de cuero se cayó de un estante. Los papeles se esparcieron por el suelo. Se agachó para recogerlos, pero un documento la dejó paralizada.

No era un contrato.
Era una fotografía.

Una mujer joven, sonriendo bajo el sol del verano, sostenía una cuchara de madera como si fuera un micrófono.

A Lucía se le cortó la respiración.

Aquella mujer… era su reflejo.

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