El día que mi hija Lucía cumplió ocho años, nadie apareció en su fiesta. Todo porque mi hermana Carmen, haciéndose pasar por mí, envió mensajes cancelando el evento. Hasta mis padres se pusieron de su parte y ni siquiera llamaron para felicitarla. Pero yo no derramé una lágrima. Tomé cartas en el asunto. Y al día siguiente, eran ellos los que gritaban desesperados…
Se suponía que sería un día inolvidable. Habíamos decorado el salón con guirnaldas y globos, pedido un pastel de chocolate de la pastelería de la esquina, e incluso contratado a un mago para los niños. Lucía, emocionada con su vestido de flamenca, no paraba de mirar hacia la puerta. Pero cuando llegó la hora… nada. Nadie tocó el timbre. Ni un solo mensaje en el móvil. Al principio pensé que habría retrasos, pero los minutos pasaban y el silencio era cada vez más incómodo.
Entonces revisé mi teléfono. Y ahí estaba. Carmen, la misma en quien confié para ayudar con los preparativos, había mandado mensajes a todos fingiendo ser yo: “Urgente, cancelamos la fiesta por problemas familiares”. Mis dedos temblaron al leerlo. ¿Cómo pudo hacer algo así? Llamé a los padres de los amiguitos de Lucía, uno tras otro, solo para confirmar lo peor: todos recibieron el aviso y, por supuesto, creyeron que era cierto. Ni mis propios padres, que siempre están pendientes de todo, se molestaron en confirmar. Ni una llamada, ni un “felicidades”. Como si Lucía no existiera.
Mi niña, con su moña azul y sus zapatitos relucientes, me preguntó con voz temblorosa: “Mamá, ¿por qué no viene nadie?”. El corazón se me partió, pero me mantuve fuerte. No iba a dejar que su día quedase arruinado. Cortamos el pastel juntas, bailamos sevillanas en el salón vacío, y nos hicimos fotos ridículas con los sombreros de fiesta. Ella sonrió, aunque sus ojos seguían mirando hacia la puerta.
Al día siguiente, decidí que era hora de actuar. Primero llamé a todos los invitados y les expliqué la verdad. Se horrorizaron y enseguida quisieron compensarlo. Después, Carmen llamó, arrastrando las palabras como si esperara mi perdón. Pero esta vez no cedí. “¿Sabes cuánto le duele a una niña que su tía le arruine su cumpleaños?”, le dije con calma helada. Ella balbuceó disculpas, pero el daño ya estaba hecho.
Mis padres fueron peor. “Es que pensamos que era verdad lo de la cancelación”, dijeron, como si eso lo excusara todo. Ni siquiera se les ocurrió llamarme. Les solté todo lo que llevaba dentro: “Sois sus abuelos. ¿Ni un mensaje? ¿Ni un detalle?”. Se quedaron callados, pero yo no estaba dispuesta a tragarme su indiferencia.
Así que organicé una nueva fiesta, solo con gente que de verdad quería estar allí. Amigos, vecinos, incluso la dueña de la panadería, que adora a Lucía. Esta vez, la casa se llenó de risas. Cuando mis padres y Carmen aparecieron al día siguiente, pálidos y con cara de culpabilidad, ya era tarde. Les conté cómo habíamos celebrado sin ellos, cómo Lucía había bailado y reído rodeada de quienes la quieren de verdad. Mis padres se miraron, avergonzados. Carmen intentó abrazarme, pero la aparté.
No fue un acto de venganza. Solo quería que entendieran que las heridas no se curan con palabras. Y sobre todo, que Lucía supiera que, pase lo que pase, siempre habrá alguien que la celebre. A veces, la familia no es la que comparte tu sangre, sino la que no duda en estar a tu lado cuando más lo necesitas.