Siguiendo el consejo de su madre, el marido llevó a su esposa, enferma y débil, a un bosque abandonado… Un año después, regresó a casa.
Cuando Lucía se casó con Javier, apenas tenía veintidós años. Joven, llena de vida, con grandes ojos soñadores y el anhelo de un hogar que oliera a pan recién horneado, donde resonaran las risas de niños y el calor del amor llenara cada rincón. Creía que era su destino. Él era mayor, más serio, algo descuidado y estricto, pero en su silencio, ella encontró una falsa seguridad. Así lo creyó entonces.
Su suegra la recibió con recelo desde el primer día. Sus miradas decían todo: “No eres digna de mi hijo”. Lucía se esforzó al límite: limpiaba, cocinaba, se adaptaba. Pero nunca fue suficiente. La sopa estaba demasiado sosa, la ropa mal planchada, incluso el cariño que le mostraba a su esposo era excesivo. Todo molestaba.
Javier callaba. Había crecido en una casa donde la palabra de su madre era sagrada. No protestaba, pero su silencio era un puñal. Incluso cuando Lucía comenzó a debilitarse, cuando perdió el apetito y apenas podía levantarse de la cama, lo atribuyó al cansancio. Nunca imaginó que una enfermedad incurable crecía dentro de ella.
El diagnóstico llegó de golpe. Etapa avanzada. Inoperable. Los médicos negaban con la cabeza. Esa noche, Lucía lloró en silencio, ocultando su dolor. Por la mañana, volvió a sonreír, planchó sus camisas, preparó la comida, soportó los reproches de su suegra. Javier se volvió más frío. Sus ojos ya no la buscaban, su voz perdía calor.
Un día, su suegra le susurró con frialdad:
“Eres joven, tienes que seguir adelante. Ella… es solo una carga. ¿Para qué tanto sufrimiento? Llévala a casa de la tía Rosario, al campo. Allí estará tranquila. Nadie juzgará. Podrás empezar de nuevo”.
Él no respondió. Pero al día siguiente, sin una palabra, empacó sus cosas, la ayudó a subir al coche y condujo hasta el pueblo donde las calles se pierden y el tiempo parece detenerse.
Lucía guardó silencio durante todo el trayecto. No preguntó, no lloró. Sabía la verdad: no era la enfermedad lo que la mataba, sino la traición. Su familia, su amor, su esperanza, todo se desvaneció en el momento en que él arrancó el motor.
“Aquí estarás mejor”, murmuró él al dejar su maleta. “Te sentirás más tranquila”.
“¿Volverás?”—preguntó ella con voz quebrada.
Él no respondió. Solo asintió y se marchó.
Los vecinos le llevaban comida, la tía Rosario visitaba de vez en cuando para comprobar si seguía con vida. Lucía pasó semanas, meses, mirando al techo, escuchando la lluvia golpear las tejas, observando cómo los árboles se mecían con el viento.
Pero la muerte tardaba en llegar.
Tres meses… luego seis. Y un día, un joven enfermero llegó al pueblo. De mirada amable, manos suaves. Comenzó a visitarla, poniéndole sueros, ajustando las medicinas. Lucía no pidió ayuda, pero algo dentro de ella ya no quería morir.
Entonces ocurrió el milagro. Primero, se levantó de la cama. Después, salió al porche. Más tarde, hasta el banco de la plaza. La gente murmuraba:
“¿Ya estás mejor, cariño?”
“No lo sé—respondía—. Solo quiero vivir. ¿Es eso tan raro?”
El enfermero, llamado Daniel, se volvió parte de su vida. No hablaba mucho, pero sus ojos transmitían paz. Cada mañana, ella esperaba sus pasos en el camino de tierra. Poco a poco, su cuerpo ganó fuerza, pero lo más importante fue que su alma volvió a florecer.
Comenzó a pasear por el bosque cercano, sintiendo la tierra húmeda bajo sus pies, respirando el aroma a pino y hojas secas. Las lágrimas que antes eran de pena, ahora se mezclaban con gratitud. Cada día, la vida le parecía más luminosa.
Los aldeanos se acostumbraron a verla en la plaza, charlando con Daniel o simplemente contemplando el cielo. Ayudaba en lo que podía: cocinaba para los vecinos, cuidaba el huerto, escuchaba a quien necesitaba consuelo. Cada gesto la hacía sentir más viva.
Un atardecer, mientras caminaba entre hojas doradas, Lucía encontró una carta escondida entre las ramas de un viejo roble. La reconoció al instante: era de su madre, escrita años atrás, llena de amor y consejos que nunca había leído. Sus manos temblaron mientras las lágrimas caían sobre el papel. La carta le recordaba que, por dura que fuera la vida, siempre valía la pena vivirla con dignidad.
Daniel estaba allí cuando la leyó. No dijo nada, pero su mirada lo decía todo. Lucía sintió un calor en el pecho que no conocía desde hacía años. Comprendió que, aunque su pasado estaba marcado por el abandono, su futuro era suyo para construirlo.
Con el tiempo, enseñó a los niños del pueblo a leer. La risa volvió a sus labios, esa risa que creía olvidada. Cada pequeño que sonreía era un recordatorio de que la alegría podía brotar incluso tras el dolor más hondo.
Una tarde, mientras el sol teñía el río de dorado, Daniel y Lucía caminaron juntos. Ella tomó su mano y, sin palabras, entendió que había encontrado algo que creía perdido: la confianza y el amor sincero.
—Nunca pensé que volvería a sentirme así—dijo ella.
—Y yo nunca imaginé que alguien me enseñaría tanto sobre la vida—respondió él.
Los años pasaron. Lucía no regresó a su antigua ciudad ni a un amor que la traicionó. No guardó rencor, porque la verdadera fuerza estaba en seguir adelante.
Recuperada, construyó una pequeña biblioteca para el pueblo. Cada libro era un símbolo de esperanza. La tía Rosario la visitaba orgullosa: “Mira lo lejos que has llegado, niña. Sobreviviste a la tormenta y floreciste”.
Lucía comprendió que su vida no se definía por lo perdido, sino por lo que eligió crear. La traición, la enfermedad, la soledad… fueron solo capítulos que la hicieron más fuerte.
Una tarde de primavera, mientras los niños correY bajo aquel cielo infinito, rodeada de risas y flores, Lucía supo al fin que la felicidad no era un lugar al que llegar, sino el camino que había decidido caminar.