El cruel engaño en el cumpleaños de mi hija y mi venganza silenciosa

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El día que mi hija Lucía cumplió ocho años, nadie apareció. Mi hermana Marta, la traidora con cara de ángel, había enviado mensajes falsos haciéndose pasar por mí, avisando que la fiesta se cancelaba. Mis padres, los reyes del despiste, se pusieron de su parte y ni siquiera le dijeron “feliz cumple” a mi niña. Yo no lloré. Hice algo mejor. Al día siguiente, eran ellos los que se llevaban las manos a la cabeza…

Se suponía que sería un día maravilloso: la fiesta de octavo cumpleaños de Lucía. Llevábamos semanas planeándolo todo. Habíamos decorado el salón con guirnaldas de colores, comprado chuches a montones y hasta contratado a un mago cutre pero encantador. El pastel, de chocolate, estaba listo, y los regalos brillaban bajo el sol de la tarde. Todo era perfecto… hasta que dejó de serlo.

El reloj marcó las doce, luego la una, luego las dos… Y nadie. Ni una llamada, ni un WhatsApp, ni el timbre sonando. Al principio, pensé: “Madrid y sus retrasos crónicos”. Pero cuando Lucía, con su vestido de hada, me preguntó por tercera vez dónde estaban sus amigos, supe que algo iba mal. Revisé el móvil y ¡zas!, ahí estaba la bomba: mi hermana, la muy zorra, había mandado mensajes a todos diciendo que la fiesta se cancelaba por una “emergencia familiar”. Firmado por mí, claro.

Nadie vino. Ni los amigos, ni los primos, ni siquiera mis padres, que se tragaron el cuento sin preguntar. Ni una llamada para decir: “Oye, ¿todo bien?”. Nada. Lucía, con esos ojitos tristes, me preguntaba: “Mamá, ¿por qué no viene nadie?”. Y yo, conteniendo las ganas de prender fuego el WhatsApp de Marta, le dije: “Cariño, hoy es tu fiesta especial… ¡solo para nosotras!”.

Así que improvisamos. Nos comimos el pastel entero, bailamos reggaetón malísimo y hasta hicimos un karaoke desafinado de Rosalía. Fue un cumpleaños raro, pero ella rió igual. Mientras tanto, por dentro, yo hervía.

Al día siguiente, puse en marcha el plan. Primero, llamé a los invitados uno por uno. Cuando supieron la verdad, se arrepintieron como perros con pulgas. “¡Es que nos dijeron que estaba cancelado!”, decían. Les perdoné… pero no a los verdaderos culpables.

Luego vino la llamada de Marta, con su voz tembleque de “me he pasado tres pueblos”. “Lo siento, fue una broma”, dijo. Yo, fría como un helado en enero, le solté: “Broma es tirarse un pedo en el ascensor. Esto es ser una hija de puta”.

Mis padres, cuando les llamé, parecían extrañados. “Pero si Marta dijo que…”. Les corté: “¿Ninguno de los dos pensó en llamarme? ¿En serio?”. Se quedaron callados, pillados in fraganti.

Así que organicé una segunda fiesta, sin ellos. Invité a los amigos de verdad, a los que sí se preocupaban. Lucía estuvo radiante, rodeada de gente que la quería. Y mientras reíamos, mi hermana y mis padres empezaron a mandar mensajes… “¿Dónde estáis?”, “¿Podemos pasar?”. Demasiado tarde.

Cuando al fin aparecieron en mi puerta, con cara de haber visto un fantasma, los dejé sudar. Marta lloriqueaba, mis padres farfullaban excusas. Pero yo ya había aprendido la lección: la familia no es solo sangre, es quien está ahí cuando toca. Y ese día, los que importaban ya habían celebrado.

Moraleja: Si juegas con el cumpleaños de una niña, prepárate… porque después vienen las facturas. Y esta, queridos, iba a cobrarla en especie.

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