El bebé del millonario no comía nada hasta que la humilde empleada cocinó esto.
“Señor Mendoza, si su hijo no come en las próximas veinticuatro horas, tendremos que hospitalizarlo y alimentarlo por sonda”. Las palabras del doctor Martínez resonaron como un golpe en el pecho de Javier Ruiz.
El hombre más poderoso de la industria hotelera en España, dueño de una fortuna estimada en más de mil millones de euros, se encontrada completamente impotente viendo cómo su bebé de dieciocho meses rechazaba cualquier alimento. Javier observaba, detrás del cristal de la habitación, cómo el pequeño Daniel lloraba sin consuelo en brazos de la enfermera Claudia, la quinta especialista en nutrición infantil contratada en los últimos dos meses.
Sobre la mesita de roble, intactos, quedaban los purés orgánicos importados de Suiza, las papillas preparadas por el chef del restaurante más exclusivo de Salamanca y hasta los biberones con las fórmulas más caras del mercado. Nada. El niño lo rechazaba todo.
Seis meses habían pasado desde aquella noche de abril en la que su esposa, Sofía, había perdido la vida en un trágico accidente en la M-30. Medio año en el que la luz no solo se había apagado en los ojos de Javier, sino también en los de su pequeño hijo.
Daniel había comenzado a rechazar la comida poco a poco, hasta llegar al punto en que sus labios se sellaban ante cualquier cuchara que se le acercara.
“Señor Ruiz, he intentado todo lo que está en mi mano”, dijo Claudia al salir de la habitación, el rostro pálido de frustración. “El niño simplemente no quiere comer. Ni siquiera las galletas que suelen encantarle a los niños de su edad”.
Javier pasó una mano por su cabello, despeinando el orden que su imagen pública exigía. Sus ojos, que habían intimidado a socios en salas de juntas, ahora solo reflejaban desesperación.
“¿Cuánto peso ha perdido?”, preguntó con voz ronca.
“Casi dos kilos en el último mes, señor. Su peso está por debajo del mínimo para su edad”. Claudia no terminó la frase, pero no hacía falta.
En ese momento, unos tacones resonaron contra el mármol del pasillo. Apareció Lucía Ruiz de Santamaría, la madre de Javier, una mujer de sesenta y cinco años cuyo rostro conservaba la elegancia de su juventud gracias a los mejores cirujanos de Barcelona. Vestía un traje de Chanel color beige y llevaba al cuello un collar de perlas que había pertenecido a su bisabuela.
“Javier, esto es absurdo”, declaró Lucía con su tono imperioso. “Ese niño necesita disciplina, no todos estos especialistas y tonterías. En mis tiempos, los niños comían lo que se les ponía delante o se quedaban con hambre”.
“Madre, por favor, no ahora”, suplicó Javier, masajeándose las sienes, donde comenzaba a formarse un dolor de cabeza.
“Lo digo en serio, hijo. Has gastado una fortuna en expertos y el niño sigue igual. ¿Sabes lo que necesita Daniel? Necesita una madre, una mujer de buena familia que lo críe como es debido. Isabel Monteagudo ha preguntado por ti varias veces. Su familia tiene una excelente reputación, y a ella le encantaría ser madre de Daniel”.
“¡Basta, madre!”. La voz de Javier retumbó en el pasillo, haciendo que Claudia se sobresaltara. “Sofía murió hace seis meses. Seis meses, y lo único en lo que piensas es en reemplazarla como si fuera un mueble viejo”.
Lucía apretó los labios en un gesto de desaprobación. “No digo que la reemplaces, Javier, pero ese niño necesita estabilidad. Necesita una figura materna. Y tú necesitas seguir adelante”.
“Mi vida es mi hijo”, respondió Javier con firmeza. “Y encontraré la manera de ayudarlo, con o sin tu aprobación”.
Lucía suspiró de manera teatral y se dio la vuelta, sus perlas brillando bajo la luz del candelabro del pasillo. “Eres tan terco como tu padre. Pero está bien, sigue desperdiciando tu dinero en soluciones que no funcionan. Cuando ese niño esté en el hospital, conectado a una sonda, recuerda que te lo advertí”.
Sus palabras quedaron flotando en el aire mientras se alejaba, el ruido de sus tacones desvaneciéndose. Javier entró en la habitación de Daniel y se acercó a la cuna donde el pequeño yacía exhausto de tanto llorar. Sus mejillas, antes regordetas y sonrosadas, ahora mostraban la marcada delgadez de sus pómulos. Sus ojos azules, iguales a los de Sofía, lo miraban con una tristeza que ningún niño debería conocer.
“Mi pequeño príncipe”, susurró Javier, acariciando suavemente la cabeza del niño. “Por favor, come algo. Lo que sea. Tu padre haría lo que fuera por verte bien”.
Daniel apenas cerró los ojos, agotado.
Mientras tanto, al otro lado de Madrid, en un modesto piso del barrio de Vallecas, María Gutiérrez doblaba cuidadosamente su único vestido decente mientras su hermana pequeña, Ana, la observaba desde el sofá que compartían como cama.
“¿Estás segura de esto, María?”, preguntó Ana, de diecisiete años, mordisqueándose una uña. “Dicen que los ricos son muy exigentes, y tú nunca has trabajado en una casa así”.
María, de veintiocho años, sonrió con esa calma que solo da la fe mezclada con la necesidad. Su rostro moreno llevaba las huellas de su ascendencia andaluza, y sus ojos oscuros brillaban con determinación.
“Ana, llevamos tres meses en Madrid y apenas podemos pagar el alquiler. Mamá necesita sus medicinas en el pueblo, y tú debes terminar el instituto. Este trabajo en casa de los Ruiz paga el triple de lo que ganaba limpiando oficinas”.
“Pero dicen que la señora Lucía es una arpía”, insistió Ana. “La vecina del tercero dice que su prima trabajó allí y la despidieron en dos semanas por romper un jarrón”.
María guardó el vestido en una maleta pequeña. “Pues tendré cuidado de no romper nada. Además, necesitamos ese dinero. No podemos permitirnos tener miedo”.
Se acercó a la repisa donde tenían la única foto que habían traído del pueblo. Su abuela Carmen, con su delantal de flores y su sonrisa llena de sabiduría, de pie frente a su cocina de leña.
“La abuela siempre decía que Dios provee”, murmuró María, tocando el cristal del marco. “Y que las manos humildes pueden sanar más que el dinero”.
“Ojalá tengas razón, hermana”, replicó Ana, aunque sin mucha convicción.
Al día siguiente, al amanecer, María tomó tres autobuses distintos para llegar a La Moraleja, una de las zonas más exclusivas de Madrid. Cuando el taxi que cogió en la última parada se detuvo frente a la mansión Ruiz, María apenas pudo contener un grito de asombro.
La residencia era un palacio moderno de tres plantas, con enormes ventanales, jardines perfectamente cuidados y una fuente de mármol en la entrada. Las paredes, de un blanco inmaculado, y las verjas de hierro forjado brillaban bajo el sol matutino.
“¿Seguro que es aquí, señorita?”, preguntó el taxista, mirándola por el retrovisor con curiosidad.
María asintió, pagó con los últimos billetes que le quedaban y respiró hondo antes de tocar el timbre de la entrada de servicio.
La puerta la abrió una mujer robusta de unos cincuenta años, de expresión seria y delantal impecable.
“¿María Gutiérrez?”, preguntó sin preámbulos.
“Sí, señora. Vengo por el puesto de empleada doméstica”.
“Soy Teresa, la ama de llaves. Llegas tarde. El horario era a las siete. Son las siete y veinte”.
“Lo siento mucho, señora. Los autobuses…”
“Aquí no hay excusas”, la cortó Teresa. “Los señores Ruiz ex”María se quedó paralizada en el último escalón, observando cómo ese hombre poderoso, el magnate Javier Ruiz, lloraba con su hijo en brazos, destrozado por la impotencia, y en ese instante supo exactamente por qué el destino la había llevado a esa casa”.