Un millonario dejó embarazada a su criada y la abandonó, convencido de que no merecía su apellido. Diez años después, al reencontrarse, solo pudo mirarla con un arrepentimiento que le quemaba por dentro.
Adrián Villalobos siempre creyó que el dinero y el tiempo borraban cualquier error, hasta el día que pisó el lujoso vestíbulo de la nueva sede tecnológica en el centro de Madrid y se topó con la última mujer que esperaba volver a ver. Allí, en medio de ejecutivos que la escuchaban con respeto, erguida y segura, estaba Lucía Morales: la empleada de la que se había enamorado, y a la que abandonó cuando le confesó que estaba esperando su hijo.
Diez años atrás, Adrián era un heredero de treinta años, acostumbrado a los privilegios. Lucía, entonces de veintidós, trabajaba en la finca familiar, callada, humilde y trabajadora. Nunca imaginó que un hombre como él pudiera fijarse en ella, pero Adrián lo hizo. Hubo conversaciones bajo la luz de la cocina, risas en el jardín de olivos y una noche que lo cambió todo. Pero cuando Lucía le dijo que esperaba un bebé, el mundo de Adrián se derrumbó. Su padre, el dueño del imperio Villalobos, le advirtió que «una criada nunca sería digna de la familia». Y Adrián, temiendo perder su herencia, tomó la decisión más cobarde de su vida: negó todo y la dejó atrás.
Lucía se marchó sin pedirle nada. Desapareció al amanecer, y Adrián se convenció de que era lo mejor. Hasta que la vio de nuevo.
Ahora ya no llevaba un delantal gastado, sino un traje negro impecable, una placa con su nombre y una autoridad que hacía que todos callaran al escucharla. El corazón de Adrián se detuvo al leer el logotipo tras ella: *Morales Tech*.
El impacto lo golpeó como un mazazo. La mujer a la que había abandonado era ahora la CEO de la empresa que su familia intentaba comprar.
Lucía lo vio. Sus ojos brillaron un instante antes de volverse fríos como el mármol. Adrián sintió que el suelo se hundía bajo sus pies.
Había ido a negociar un acuerdo.
En su lugar, enfrentaba las consecuencias de su traición.
Siguió a Lucía hasta la sala de juntas, con el pulso retumbándole en los oídos. Los empleados murmuraban: ¿por qué su jefa, siempre impecable, parecía tan tensa?
Lucía se sentó al frente, recta y distante. «Señor Villalobos», dijo sin mirarlo, «hagámoslo breve. Tengo otra reunión en media hora».
Su tono cortó más que un grito.
Adrián asintió. —Claro. Gracias por recibirme. Morales Tech lidera en inteligencia médica, y nosotros creemos…
—Querrás decir la empresa de tu padre —lo interrumpió.
Se mordió el labio.
Ella no parpadeó. —Seamos claros, Adrián. No estás aquí por nuestro trabajo. Estás aquí porque Villalobos SA está quedándose atrás.
Tragó saliva. Tenía razón.
Pero Adrián no pensaba en negocios. Buscaba en su rostro algún rastro de la Lucía que conoció. Solo encontró a una mujer que no le debía nada.
—No sabía que habías fundado una empresa —susurró.
—No sabías nada —respondió ella—. Nunca preguntaste.
Las palabras le atravesaron el pecho.
—Lucía… —Respiró hondo—. Hace diez años fui un cobarde. Tomé decisiones por miedo.
Sus ojos se suavizaron, pero solo con desdén. «El miedo no excusa abandonar a una mujer embarazada».
Se le cerró la garganta. —¿Tuviste al bebé?
Lucía se reclinó. —Sí, Adrián. Es un niño. Se llama Daniel.
El mundo se detuvo.
Un hijo. Su hijo. Creciendo sin él. La culpa lo ahogó como una soga.
—¿Está… bien? —logró decir.
Ella asintió. —Es listo. Amable. Todo lo que tú no fuiste.
Se lo merecía.
—Lucía, por favor —su voz se quebró—. Déjame verlo. Déjame enmendar esto.
Ella lo estudió, midiendo diez años de dolor.
—Lo pensaré —dijo por fin—. Pero si acepto, será en mis términos.
Tres días después, Lucía lo llevó a un parque cerca de su casa. Adrián, nervioso como nunca, esperaba bajo un olivo.
Lucía llegó con un niño de nueve años: piel morena, pelo oscuro y una curiosidad que a Adrián le partió el alma. Daniel llevaba un robot de juguete, absorto en sus piezas.
—Daniel —dijo Lucía con dulzura—, este es el señor Villalobos. Le gusta la tecnología, como a ti.
El niño alzó la vista. «Hola, señor».
Su educación le rompió el corazón. —Hola, Daniel. Es un honor conocerte.
Se sentaron. Daniel hablaba de robots, de la escuela, de inventar cosas para ayudar a otros niños. Adrián escuchaba, devastado. Era su sangre: inteligente, bueno, lleno de sueños. Todo lo que había perdido.
En un momento, Daniel preguntó: «Mamá dice que os conocíais. ¿Es verdad?».
Adrián miró a Lucía. Ella asintió.
—Sí —confesó—. Hace mucho. Y cometí errores horribles. Ahora quiero enmendarlos.
Daniel pareció pensarlo. «Mamá dice que la gente puede cambiar. Si de verdad lo intenta».
Adrián contuvo las lágrimas.
Al rato, Lucía se acercó. Vio sus manos temblorosas, el dolor en sus ojos, la forma en que Daniel le sonreía. Respiró hondo. Diez años de heridas no se borraban, pero algo en aquel instante le dio un atisbo de esperanza.
—¿Y ahora qué? —preguntó Adrián.
—¿Quieres estar en la vida de Daniel?
—Con toda mi alma.
—Pues demuéstralo —dijo ella—. Constancia. No más huidas.
Él asintió. «Júralo».
Por primera vez, le creyó. No del todo, pero lo suficiente.
Daniel los miró. «¿Podemos tomar un helado?».
Lucía dudó. Luego, observando a Adrián, asintió.
—Sí —susurró—. Vamos.
Y en ese pequeño instante, algo nuevo comenzó a crecer.