Dos gemelos llorando al borde del camino cambian la vida de un hombre adinerado al descubrir un sorprendente parecido

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Era media tarde en el centro de Madrid, uno de esos días en los que la ciudad parece dorada y hermosa desde lejos, pero cruda de cerca. El calor ondulaba sobre el asfalto. El generador de un puesto de comida ambulante tosía detrás de una fila de oficinistas. Las luces de los coches parpadeaban en una lenta procesión hacia la M-30. En la acera, cerca de una parada de autobús encerrada en cristal, una joven se había desplomado sobre el suelo como si la gravedad le hubiera hecho una petición personal. Dos niños pequeños se aferraban a sus brazos y lloraban, sus caritas levantadas hacia un cielo que no podía ofrecerles nada.

Un elegante Bentley negro se deslizó hasta el bordillo, todo confianza silenciosa y cromo pulido. Dentro iba Adrián Castillo, un hombre que había construido un imperio haciendo que las cosas complicadas se comportaran. A los treinta y seis años, era el tipo de multimillonario cuyo nombre era sinónimo en las salas de juntas y cuya cara aparecía en las portadas de las revistas de los aeropuertos. Su código funcionaba en centros de datos municipales y redes hospitalarias; sus lanzamientos de productos paralizaban autopistas con drones y fuegos artificiales. Tenía la inclinación hacia adelante de alguien que nunca había fallado a su propia ambición.

Iba camino a una reunión donde hombres trajeados esperaban para susurrar cifras sobre una mesa pulida cuando la multitud en la acera llamó su atención. Adrián nunca se detenía por alborotos callejeros. Tenía un chófer, una agenda, una vida diseñada para evitar sorpresas. Pero algo en aquel sonido —dos niños llorando con un ritmo más antiguo que el lenguaje— atravesó la insonorización del coche como si el vehículo de pronto se hubiera vuelto poroso.

“Para aquí”, dijo, y el chófer, lo bastante sorprendido como para mirar por el retrovisor, lo hizo.

La puerta trasera se abrió con un suave golpe. El calor invadió el interior. Adrián bajó a la acera y se adentró en un círculo de desconocidos que hacían espacio como hace la gente cuando espera que alguien más asuma la responsabilidad. La mujer en el suelo tenía el aspecto delicado de alguien que había sido fuerte durante demasiado tiempo. Su pelo estaba recogido en un moño que ya no negociaba con el día. El polvo manchaba su pómulo. Los gemelos —uno con una camiseta amarilla descolorida de un tiburón de dibujos, el otro con un vestido rosa de dobladillo suelto— intentaban subirse de nuevo a su regazo como si la proximidad pudiera reiniciar el mundo.

“¿Alguien ha llamado al 112?”, preguntó Adrián.

“Ya lo he hecho”, dijo un hombre con una gorra del Atlético de Madrid, mostrando su móvil.

Adrián se agachó, con las palmas abiertas. “Señora, ¿me oye?”.

Sus párpados se agitSus labios susurraron un nombre olvidado, “Lucía”, y en ese instante Adrián supo que su vida ya no sería la misma.

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