“YO HABLO 12 IDIOMAS” – DIJO EL MENDIGO… EL MILLONARIO SE RÍE, PERO QUEDA EN SHOCK…
Por las elegantes calles de Madrid, donde los edificios modernos se mezclan con la arquitectura histórica y el dinero fluye con la misma intensidad que el vino en las fiestas patronales, caminaba Álvaro Montenegro con su traje de Loewe valorado en 3.000 euros. Sus zapatos de piel resonaban con seguridad sobre el adoquero mientras hablaba por su teléfono último modelo, cerrando una inversión de 50 millones de euros. A sus 45 años, Álvaro había construido un imperio empresarial que lo situaba entre los hombres más ricos de España.
Su arrogancia era tan visible como su reloj de la firma suiza que centelleaba bajo su puño de camisa. Mientras discutía detalles de su última adquisición, sus ojos se posaron en un hombre sentado a la entrada de un edificio corporativo. Era un hombre de unos 60 años, pelo canoso, ropa gastada y un cartel de cartón que rezaba: “Cualquier ayuda será agradecida. Que Dios le bendiga”.
Álvaro terminó su llamada y se detuvo frente al mendigo, no por lástima, sino por curiosidad. Era raro ver a alguien pidiendo en esa zona exclusiva de la ciudad. Los guardias de seguridad solían “limpiar” estas calles, como él mismo los instruía en reuniones. El contraste era brutal: Álvaro irradiando poder y este hombre, que parecía un espectro del pasado.
“¿Qué hace aquí?”, preguntó Álvaro con desdén, ajustándose la corbata como gesto de superioridad. “Este no es lugar para gente como usted”.
El hombre alzó la vista y sus ojos, de un azul claro, tenían una profundidad inquietante. No había humillación en ellos, solo serenidad. “Buenos días, caballero”, respondió con voz educada, sorprendiendo a Álvaro. “La vida me trajo aquí. Pero dígame… ¿cuántos idiomas habla?”.
Álvaro frunció el ceño. “Hablo español, inglés y algo de francés. Suficiente para cerrar negocios en medio mundo. Más de lo que usted verá en toda su vida”.
El anciano asintió. “Yo hablo doce idiomas”.
El silencio que siguió fue cortante. Álvaro soltó una carcajada. “¡Doce! ¡Venga ya! Si es verdad, me largo y no vuelvo a molestarle”.
El mendigo comenzó entonces a hablar. Primero en inglés impecable, luego en francés fluido, después en alemán, italiano, ruso, árabe, japonés… Álvaro contó oídos atónitos. Cuando terminó, el millonario estaba pálido. “¿Quién es usted?”.
“Me llamo Don Ignacio de la Vega. Fui catedrático de Filología en la Universidad Complutense durante veinte años. Publiqué once libros, di conferencias en Oxford y La Sorbona… hasta que el Alzheimer llegó”. Explicó cómo perdió todo: su cátedra, su piso en Salamanca, hasta a su difunta esposa Carmen, profesora de Historia. “Lo curioso es que recuerdo cada idioma que aprendí, pero a veces olvido si he comido hoy”.
Álvaro, sentado ahora en el bordillo junto a él, preguntó: “¿Y cómo soporta esto?”.
Don Ignacio sonrió. “Ayer, una niña me contó sobre su perro. Hace un mes, ayudé a un inmigrante perdido. Esas pequeñas conexiones valen más que todos mis títulos”. Sacó un cuaderno gastado. “Mi diario, escrito en doce lenguas. Léalo”.
Álvaro hojeó páginas llenas de caracteres distintos, hasta llegar a una en español: “Hoy un hombre rico se burló de mí. Quizás necesitaba esta charla más que yo”.
Con lágrimas en los ojos, Álvaro preguntó: “¿Qué hago ahora?”.
“Empiece por escuchar de verdad. Hoy mismo, pregúntele a alguien cómo está… y espere la respuesta”.
Al marcharse, Álvaro llevaba el diario como un tesoro. Había llegado como un magnate arrogante y se iba como un hombre que acababa de aprender la diferencia entre tener fortuna y ser afortunado.
Detrás, Don Ignacio sonrió. Sabía palabras para “riqueza” en doce idiomas, pero solo en el silencio compartido había hallado su verdadero significado.
MORALEJA: El valor de un hombre no se mide por lo que tiene, sino por lo que da sin esperar nada a cambio. Y a veces, las lecciones más valiosas vienen de donde menos te lo esperas.