Despidió a su empleada años atrás y en el aeropuerto, un gesto de un niño lo destrozó

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El eco de maletas rodantes y las anuncios automáticos de vuelos era el único sonido que Álvaro Mendoza solía escuchar. Era la banda sonora de su vida, un ritmo de movimiento constante e implacable hacia adelante.

El Aeropuerto Adolfo Suárez Madrid-Barajas era un mar de estrés y caras agotadas, una ciudad entera comprimida en una caja de cemento. Gente con abrigos abultados discutía con los auxiliares de vuelo. Niños arrastraban peluches por charcos sucios. Un empresario maldecía por el teléfono en un español rápido cerca de la fila de seguridad.

Álvaro, de cuarenta y dos años, caminaba entre todo ello como si fuera la única persona presente.

Avanzaba con paso largo y decidido, una figura alta envuelta en un abrigo de lana gris oscuro que probablemente costaba más que el alquiler mensual de muchos. Se movía como un hombre acostumbrado a que la gente se apartara de su camino, y así ocurría. Las cabezas giraban, las miradas se posaban en el reloj caro de su muñeca, en el maletín de piel que llevaba, en la confianza impecable de su postura.

No se daba cuenta.

Nunca se fijaba en nadie.

Era un hombre tallado en eficiencia fría, el fundador visionario de Mendoza Capital, un millonario hecho a sí mismo que rozaba el estatus de multimillonario, dependiendo de los caprichos del mercado. Su vida era una sucesión de números, acuerdos, hojas de cálculo, contratos, aviones y salas de juntas.

No tenía tiempo para retrasos.

—Señor, el equipo de Barcelona está en la videollamada, preguntan si ha embarcado —dijo su asistente, un joven nervioso llamado Adrián, jadeando a sus espaldas.

Adrián llevaba tres teléfonos, una pila de carpetas y un café con leche que se derramaba con cada paso apresurado. La corbata torcida, el pelo revuelto por un lado, parecía haber dormido en la misma camisa que llevaba puesta.

Álvaro no aminoró el paso.

—Dile a Barcelona que esperen —contestó sin detenerse.

Su voz era tan cortante como el aire gélido que se filtraba cada vez que las puertas automáticas se abrían. Su mente estaba centrada en una sola cosa: la fusión.

Este acuerdo con Barcelona sería la guinda de su año más rentable, una adquisición de mil millones de euros que consolidaría su legado, silenciaría a sus críticos y aseguraría su dominio en la próxima década. Su consejo lo llamaba “transformador”. La prensa financiera lo tachaba de “agresivo”.

Para Álvaro, era solo otro martes.

Su mirada estaba clavada en la entrada acristalada de la terminal VIP. Más allá de esas puertas, había sillones de piel, salas silenciosas y un control de seguridad privado donde nadie se atrevería a pedirle que se quitara los zapatos.

Despreciaba el caos de las terminales públicas. Un mar de mediocridad, de vuelos retrasados, niños llorando y gente que no entendía la urgencia. Gente que se paseaba por las tiendas libres de impuestos como si estuvieran en un centro comercial en vez de un punto de paso hacia sus destinos.

Ajustó la correa del maletín al hombro y miró con desdén a una familia que bloqueaba el paso. Un carrito, tres maletas hinchadas y un padre con cara de haber perdido toda esperanza.

Se preparó para esquivarlos sin disculparse.

Y entonces lo oyó.

Una vocecita, fina pero clara, que se abrió paso entre el murmullo del aeropuerto como un bisturí.

—Mamá, tengo hambre.

No debería haberlo oído.

No debería haberle importado.

Pero Álvaro, por razones que nunca podría explicar, se giró.

Nunca se giraba.

Sus pasos se ralentizaron hasta detenerse por completo. La gente a su alrededor sorteó su repentina quietud, refunfuñando. Adrián estuvo a punto de chocar contra él.

Y fue entonces cuando la vio.

Sentada en uno de esos bancos incómodos junto a la pared, había una mujer joven, acurrucada en sí misma, con los hombros encogidos y agarrando las manos de dos niños pequeños. Gemelos, un niño y una niña, de cinco o seis años.

Su primer pensamiento fue frío, automático: pobreza.

El pelo de la mujer estaba recogido en un moño desordenado, mechones escapando alrededor de su rostro. Su abrigo era una prenda azul marino descolorida, del tipo que se compra en tiendas de segunda mano, completamente inadecuado para el invierno madrileño. Colgaba de ella como si hubiera pertenecido a alguien más antes.

Las caras de los niños estaban pálidas, las mejillas agrietadas por el frío y el cansancio. Sus chaquetas eran igual de finas que las de su madre. La cremallera de la niña estaba rota; alguien la había cerrado con un imperdible. Los zapatos del niño estaban húmedos en las puntas.

Compartían una pequeña bolsa de patatas arrugada entre ellos. Uno tomaba un trozo, con cuidado, casi ceremoniosamente, y lo pasaba al otro. Ninguno tomaba más que su hermano.

Su segundo pensamiento no fue un pensamiento, sino una sacudida.

Un golpe físico.

Como una corriente eléctrica atravesándole el pecho.

Conocía ese rostro.

No de galas benéficas o reuniones de accionistas. No de banqueros, abogados o rivales.

Lo había visto reflejado en los ventanales de su ático mientras ella los limpiaba.

Lo había visto en el mármol bruñido de su cocina mientras lo fregaba de rodillas.

Lo había visto alzado hacia él una noche, ojos muy abiertos, la noche en que todo se torció.

No lo había visto en seis años.

Su corazón dio un vuelco extraño. La boca se le secó.

El ruido del aeropuerto se apagó a su alrededor, como si alguien bajara el volumen.

—Señor Mendoza, ¿se encuentra bien? —la voz de Adrián sonó nerviosa.

Álvaro no contestó.

Ni siquiera lo oyó.

El mundo se había inclinado unos grados, pero lo suficiente para que nada pareciera estable.

—Lucía —murmuró.

El nombre fue apenas un susurro. Un fantasma escapando entre sus dientes.

La mujer levantó la cabeza de golpe, como si alguien hubiera tirado de un hilo invisible.

Sus ojos—avellana, dulces y salvajes a la vez—se clavaron en los suyos. Dios, recordaba esos ojos.

Durante un instante, quizá dos, la incredulidad brilló en su expresión.

Luego, igual de rápido, desapareció.

El pánico la sustituyó.

—¿Señor Mendoza? —susurró.

Todo su cuerpo se tensó, como un ciervo que acaba de oír el crujido de una rama en el bosque. Sus manos apretaron instintivamente las de los niños. Un pequeño temblor le recorrió los hombros.

Habían pasado seis años desde la última vez que la vio.

Lucía.

Su antigua empleada del hogar.

La chica callada que había trabajado para él en su ático de Madrid durante dos años. La que pulía sus trofeos, alineaba sus gemelos, planchaba sus camisas hasta que colgaban como armaduras.

La chica que siempre mantenía la mirada baja a menos que él le hablara.

La chica que, un día, simplemente había desaparecido.

Sin aviso. Sin papeleo. Sin adiós.

Se había molestado. Le había resultado incómodo. Un obstáculo en su rutina. Había ordenado a su asistente que llamara a la agencia, exigiera un reemplazo.

Al día siguiente enviaron a alguien nuevo.

Y ese fue el final.

O eso se había dicho a sí mismo.

—Señor —Adrián insistió—, el equipo de Barcelona sigueY así, entre el murmullo del aeropuerto y los pasos apresurados de los viajeros, Álvaro Mendoza entendió que su vida ya no sería medida en cifras, sino en los diminutos gestos de dos niños que, sin saberlo, le habían enseñado a volver a casa.

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