Desperté con una trampa: lo que no esperaban por intentar robarme

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Hace ya unos años, cuando el sol aún no despuntaba en Madrid, mi marido me despertó bruscamente a las siete de la mañana. «Dime el pin de la tarjeta, mi madre está en la tienda y quiere comprarse un móvil nuevo», exigió. Lo que él y su madre no sospechaban era la sorpresa que les tenía preparada.

Llevábamos casi tres años de matrimonio, y en todo ese tiempo, la fatiga había consumido hasta la última gota de mi paciencia. Trabajaba de sol a sol, sosteniendo la casa, la compra, los gastos… mientras él ni siquiera intentaba buscar empleo. Antes de la boda, hacía chapuzas, trabajos temporales, pero después, algo en su mente decidió que yo debía mantenerlo.

Y lo peor era su madre. La suegra vivía convencida de que su hijo tenía la obligación de darle todo: regalos, ropa, medicinas, viajes, caprichos. Para ella, era natural que él pagase, aunque ese dinero saliera de mi sueldo, de mis noches en vilo, de mis lágrimas calladas.

Él le daba mi dinero sin pestañear: transferencias «para gastos», detalles absurdos, sumas que nunca volvían. Yo callaba, aguantaba, pensando que el matrimonio exigía sacrificios. Pero al final, cruzaron la línea. Mi suegra empezó a mandarme mensajes casi a diario: necesitaba cremas, un vestido nuevo, ayuda con un crédito. Mi marido repetía como un mantra: «Mamá debe vivir bien». ¿Y yo? Para ellos, no era más que un monedero con piernas.

Aquel día era mi único descanso. Por fin podía dormir. Pero apenas cerré los ojos, la puerta se abrió de golpe. Él arrancó las sábanas y, con voz de amo, ordenó: «El pin de la tarjeta, ahora. Mamá quiere un teléfono nuevo».

Me quedé inmóvil, aturdida. Él sabía que el día anterior había cobrado, que no había gastado un solo euro. Volteé hacia él y, con calma helada, dije: «Que lo compre con su dinero».

Entonces estalló. Gritos, insultos, que era una egoísta, que no respetaba a su madre, que «ella se merece lo mejor». Y en ese instante, algo se rompió. Decidí que no habría más paciencia, ni respeto, ni esfuerzo por salvarlo. Tenía un plan, silencioso, sencillo, y que les dolería donde más.

Le di el pin. Pero después, hice algo de lo que no me arrepiento ni un ápice.

Se fue satisfecho, sin un gracias. Esperé el mensaje del banco. Cuando vi el cargo —casi todo mi sueldo, convertido en un móvil para su madre—, levanté el teléfono y llamé a la policía. «Me han robado la tarjeta», expliqué serena. «El dinero lo ha sacado alguien sin mi permiso. Sí, conozco la dirección del ladrón. Sí, estoy dispuesta a declarar».

Horas más tarde, detuvieron a mi suegra en su casa. El teléfono todavía lo llevaba en la mano. En comisaría, balbuceó que «su hijo le había dado permiso». Pero la tarjeta estaba a mi nombre, el pago era ilegítimo. Robo, puro y simple. Le esperaba una multa o algo peor.

Y mi marido… llegó hecho una furia, gritando que había arruinado a su madre. En silencio, recogí sus cosas, dejé la maleta en la puerta y le dije: «Tres años viviendo de mí. Basta. Ahora mantén tú a tu madre».

Y cerré la puerta en sus narices.

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