Me quedé plantado, con los puños apretados y el corazón a punto de estallar. El sol abrasaba la finca de los Mendoza, pero lo que ardía dentro de mí no era el calor: era rabia pura. Observé la pequeña caseta, el sudor resbalando por el rostro de Lucía, la cuna improvisada y aquel ventilador que apenas removía el aire caliente.
—Recoge tus cosas ahora mismo —repetí con firmeza.
Ella vaciló, sus manos temblaban al doblar unas camisetas. Su mirada no dejaba de volverse hacia la casa principal, la imponente mansión blanca de los Mendoza, como si temiera que en cualquier momento Beatriz apareciera en la puerta con su mirada gélida.
—Papá… si te llevas mis cosas, Adrián se enfadará conmigo. Él… él cree que esto es normal.
Me detuve. La ira se mezcló con una tristeza profunda. —¿Normal? ¿Crees que es normal que te traten como a una sirvienta?
Lucía bajó la vista. —No quiero perderlo. Lo quiero, papá.
La miré. Mi hija, la misma niña a la que enseñé a montar en bici, que corría detrás de mí con risas contagiosas, ahora se encogía en una caseta como un pájaro asustado.
—Lucía —dije con voz grave—, yo también sé las reglas del amor. Pero hay una que no se negocia: el respeto. Sin respeto, no hay amor.
Ella tragó saliva, pero no dijo nada.
Respiré hondo. Mi disciplina militar me mantenía firme, pero por dentro estaba destrozado. Agarré la cuna de un solo movimiento y la levanté. —Esto viene con nosotros.
Lucía me miró con los ojos desorbitados. —Papá, por favor…
En ese instante, la puerta de la casa se abrió. Beatriz apareció con un vestido impecable, sosteniendo una copa de vino. Su sonrisa falsa me atravesó como una daga.
—¿Qué ocurre aquí, Santiago? —preguntó con voz melosa.
—Lo que ocurre —contesté, conteniendo la furia— es que acabo de encontrar a mi hija viviendo peor que un animal.
Beatriz soltó una risita, como si le hubiera contado un chiste absurdo. —Vamos, Lucía siempre exagera. Eligió ese lugar para sus… aficiones.
—¿Con un bebé? ¿Con cuarenta grados a la sombra? —corté.
Ella alzó la barbilla. —La tradición de los Mendoza es clara. Nadie ajeno entra en casa sin mi hijo presente. Lucía lo aceptó al casarse.
—No aceptó nada. La obligaron —gruñí.
La copa de vino tembló levemente en su mano, pero su expresión no se inmutó. —Santiago, esto es un asunto de familia. No metas las narices donde no te llaman.
Avancé un paso, aún con la cuna en brazos. —Lucía es sangre mía. Ustedes han empezado la guerra. Y yo no me retiro nunca del combate.
Beatriz retrocedió. Por primera vez, vi un destello de temor en sus ojos.
Esa noche, llevé a Lucía y al niño a mi casa. Ella iba en silencio, abrazando a su hijo, mirando por la ventana como si esperara que alguien nos persiguiera. Cuando al fin se durmió en el sofá, me quedé observándola. Su rostro estaba marcado por el cansancio, pero en sus labios había una paz que no veía desde hacía años.
Me senté en la mesa y empecé a escribir. La estrategia, como en el ejército, debía ser clara: primero rescate, luego contraataque.
Al amanecer, me acerqué a ella. —Lucía, quiero que me cuentes todo. Cada palabra que Beatriz y los suyos te han dicho. Cada norma absurda.
Ella dudó, pero luego, entre lágrimas, desgranó tres años de humillaciones: comidas aparte, prohibición de entrar en la cocina principal, órdenes de planchar como una criada y esa regla retorcida que la confinaba a la caseta cada vez que Adrián salía.
—Papá —susurró—, lo aguanté porque creí que era temporal. Pensé que si esperaba, me aceptarían.
Apreté los dientes. —Ninguna paciencia justifica que te arrebaten la dignidad.
El plan empezó con una llamada. Tenía un amigo periodista, veterano como yo. Le conté todo. Fotos, detalles, nombres. Dudó al principio, pero al escuchar la historia, su voz se quebró: —Esto tiene que salir, Santiago.
Dos días después, el titular corrió por toda Sevilla: “Madre joven obligada a vivir en un cobertizo por normas familiares abusivas”. No citaban a Lucía, pero todo el mundo sabía de quién hablaban.
Los Mendoza intentaron contener el escándalo. Beatriz me llamó furiosa. —¿Qué has hecho, Santiago? Estás destruyendo el honor de nuestra familia.
—No, Beatriz —respondí con frialdad—. Tú lo destruiste el día que humillaste a mi hija.
Adrián apareció en mi casa una semana después. Tenía ojeras profundas.
—Santiago… —murmuró.
Lo miré fijamente. —¿Vienes a exigir o a pedir perdón?
Él bajó la cabeza. —No sabía… no imaginé que era tan grave. Mi madre siempre decía que era por la tradición.
Lucía estaba tras mí, con su hijo en brazos. Su voz tembló: —Adrián, te esperé. Creí que un día verías lo que me hacían. Pero callaste.
Él alzó la vista, con los ojos brillantes. —Lo siento. Estaba ciego.
Me acerqué y le puse una mano en el hombro. —Un hombre que ama a su mujer no la deja sufrir. Tienes una elección: tu madre o tu verdadera familia.
El silencio fue denso. Finalmente, Adrián se arrodilló ante Lucía. —Perdóname. Quiero estar contigo, enmendar lo que permití.
Lucía lloró en silencio. Yo los observé, con el corazón dividido entre el rencor y la esperanza.
Los Mendoza nunca se recuperaron. Su círculo les dio la espalda, las invitaciones a eventos desaparecieron. Beatriz se recluyó en su mansión, cada vez más sola.
Lucía, en cambio, renació. Montó un pequeño taller de arte, el mismo que soñó en aquella caseta asfixiante. Pero ahora lo hacía en libertad, rodeada de luz.
Un día, mientras pintaba con su hijo, me abrazó. —Gracias, papá. Si no hubieras venido…
La estreché fuerte. —Recuerda, Lucía. Si alguien lastima a los nuestros, les hacemos pagar.
Y así fue.
Meses después, en una comida familiar en mi jardín, Lucía alzó su copa. —Brindo por el hombre que no solo me dio la vida, sino que me la salvó cuando estaba perdida.
Todos aplaudieron. Yo sonreí, con lágrimas que no pude evitar. Había librado muchas batallas, pero ninguna tan importante como rescatar a mi hija.
La guerra había terminado. Y esta vez, ganamos nosotros.