Descubrí 30 manchas rojas en la espalda de mi esposo y corrí con él al hospital, pero el médico gritó: ‘¡Llama a la policía!’

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**Diario de un esposo**

Llevo ocho años casado con mi mujer, Lucía. Nunca hemos tenido mucho, pero nuestra pequeña casa en Málaga siempre estuvo llena de risas y cariño. Yo soy un hombre tranquilo, del tipo que llega del trabajo, abraza a nuestra hija, le da un beso en la frente a Lucía y nunca se queja de nada.

Pero hace unos meses, ella empezó a notar que algo no iba bien. Yo estaba siempre cansado, me picaba la espalda sin parar y me rascaba tanto que mis camisas se llenaron de pelusillas. Ella pensó que no era nada, quizá picaduras de mosquitos o alergia al jabón de la lavadora.

Una mañana, mientras yo dormía, levantó mi camiseta para ponerme crema y se quedó helada.

Había pequeños bultos rojos en mi espalda. Al principio eran pocos, pero con los días aparecieron más, decenas, formando patrones extraños, casi como huevos de insecto bajo la piel.

—David, ¡despierta! —me sacudió, presa del pánico—. ¡Tenemos que ir al hospital ahora!

Yo me reí, medio dormido.

—Tranquila, cariño, solo es un sarpullido.

Pero ella no quiso escuchar.

—No —dijo, temblando—. Nunca he visto algo así. Por favor, vamos.

Corrimos a urgencias del Hospital Regional de Málaga. Cuando el médico me levantó la camiseta, su expresión cambió al instante. El profesional serio y amable se puso pálido y le gritó a la enfermera:

—¡Llama a la policía, ahora mismo!

A Lucía se le heló la sangre. ¿Llamar a la policía por un sarpullido?

—¿Qué está pasando? —balbuceó—. ¿Qué le ocurre?

El médico no respondió. En segundos, entraron dos sanitarios más. Cubrieron mi espalda con sábanas estériles y empezaron a interrogarla con urgencia:

—¿Ha estado en contacto con algún químico últimamente?
—¿En qué trabaja?
—¿Alguien más en la familia tiene síntomas similares?

Con la voz quebrada, contestó:

—Trabaja en construcción. Lleva meses en una obra nueva. Estaba cansado, pero pensamos que era solo el agotamiento.

Quince minutos después, llegaron dos agentes. La sala quedó en silencio, solo el zumbido de los aparatos. Lucía sintió las piernas débiles. ¿Por qué estaba allí la policía?

El médico regresó, con voz calmada pero firme.

—Señora Rodríguez —dijo suavemente—, no se asuste. Su marido no tiene una infección. Estas marcas no son naturales. Creemos que alguien se las provocó a propósito.

—¿Alguien… hizo esto? —preguntó, paralizada.

Asintió.

—Sospechamos que estuvo expuesto a una sustancia química, algo corrosivo aplicado directamente en su piel. Ha causado una reacción tardía. Ha llegado justo a tiempo.

Las lágrimas le rodaban por la cara.

—¿Quién querría hacerle daño? ¿Y por qué?

La policía empezó a investigar. Preguntaron por mis compañeros, mi rutina, quién podía haberme visto en el trabajo. Entonces Lucía recordó algo: últimamente, llegaba más tarde de lo normal. Le dije que me quedaba a «limpiar la obra». Una vez, notó olor a químico en mi ropa, pero lo achacó al trabajo.

Al mencionarlo, el agente y el médico se miraron con gravedad.

—Esto no fue al azar —dijo el detective—. Alguien le aplicó un compuesto corrosivo, quizá en su ropa. Es un ataque.

Lucía se desplomó en la silla, temblando.

Tras días de tratamiento, mi estado mejoró. Las ampollas empezaron a desaparecer, dejando leves cicatrices. Cuando pude hablar, agarré su mano y susurré:

—Perdona por no decírtelo antes. Hay un hombre en la obra, el encargado. Me presionaba para firmar facturas falsas de material que nunca llegó. Me negué. Me amenazó, pero no creí que haría algo así.

Su corazón se rompió. Su marido, honesto y tranquilo, casi muere por no corromperse.

La policía confirmó todo. El encargado, un subcontratista llamado Raúl Delgado, había untado un químico en mi camisa mientras me cambiaba. Quería «darme una lección».

Raúl fue arrestado y la empresa inició una investigación.

Al saberlo, Lucía no supo si sentir alivio o furia. ¿Cómo podía alguien ser tan cruel… por un puñado de dinero sucio?

Desde ese día, nunca más dio por sentado un solo momento con la familia. Antes pensaba que la seguridad era cerrar las puertas y evitar desconocidos. Ahora sabe que, a veces, el peligro está en quienes crees que puedes confiar.

Aún hoy, cuando recuerda aquel grito del médico —«¡Llamad a la policía!»—, siente un nudo en el pecho. Pero ese momento también me salvó la vida.

Ahora, mientras le toco las cicatrices en mi espalda, le digo:

—Quizá Dios quería recordarnos lo que importa: que nos tenemos el uno al otro.

Ella me aprieta la mano y sonríe entre lágrimas.

Porque tengo razón. El amor no se demuestra en días tranquilos, sino en la tormenta, cuando te niegas a soltar la mano del otro.

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