La pantalla del ordenador se puso roja mientras otros 5 millones de euros desaparecían de la cuenta. Gregorio Hernández, uno de los hombres más ricos de España, observaba horrorizado cómo su fortuna se esfumaba ante sus ojos. Su equipo de élite de expertos en ciberseguridad estaba paralizado alrededor de la mesa, tecleando frenéticamente sin lograr nada. El hacker era demasiado rápido, demasiado listo, demasiado sofisticado.
En minutos, 3 mil millones de euros se evaporaron en el vacío digital. Las manos de Gregorio temblaban al alcanzar su móvil para llamar a la Policía Nacional. Entonces, una vocecilla habló desde la puerta:
—Disculpe, señor, creo que puedo ayudar.
Todos giraron hacia un niño de 10 años, moreno, con vaqueros gastados y una camiseta descolorida. Era Noé, el hijo de Gloria, la mujer que limpiaba la oficina de Gregorio cada tarde. El niño llevaba un portátil viejo lleno de pegatinas. Sus ojos se fijaron en las pantallas que mostraban el ataque.
El jefe de seguridad se acercó para sacar al niño, pero Noé habló de nuevo, con voz tranquila:
—Es un gusano de encriptación polimórfico con máscara de denegación de servicio distribuida. No pueden detenerlo porque buscan en el lugar equivocado. Pero yo sí.
El silencio llenó la sala. Ese niño, el hijo de la limpiadora, afirmaba poder hacer lo que los mejores hackers del mundo no lograban. Y cuando Noé avanzó hacia el ordenador principal con una seguridad que helaba la sangre, todos entendieron que estaban a punto de presenciar algo imposible.
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Para entender cómo llegaron a este momento increíble, hay que retroceder tres meses.
Gregorio Hernández estaba en su despacho de la Torre Hernández, en Madrid, revisando informes financieros con satisfacción. A sus 48 años, había convertido Hernández Tecnologías en un imperio valorado en más de 3 mil millones. Desarrollaba software para bancos, hospitales y gobiernos. Era respetado, poderoso y adinerado. Pero tenía un punto débil: confiaba en la gente equivocada.
Su director tecnológico, Víctor Morán, llevaba una década en la empresa. Brillante, carismático y supuestamente leal. Lo que Gregorio no sabía era que Víctor vendía información a la competencia. Y ahora planeaba robarlo todo.
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Gloria Martínez era limpiadora en la Torre Hernández desde hacía cinco años. Una madre soltera que había emigrado de Ecuador a los 20 buscando una vida mejor. Cobraba poco, pero era trabajo honrado y le permitía estar con Noé por las tardes mientras él hacía clases online.
Noé no era un niño normal. Desde pequeño, le fascinaba la tecnología. A los cinco años desmontó el televisor y lo volvió a armar. A los siete, aprendió programación con tutoriales gratis. A los nueve, construyó su propio ordenador con piezas de contenedores de electrónica. Gloria no entendía su obsesión, pero lo apoyaba.
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El desastre comenzó un martes. El ordenador de Gregorio se volvió negro, y apareció un mensaje: *”Tengo todo. Paga 10 millones en bitcoins en una hora o lo pierdes todo.”*
Gregorio llamó a su equipo de ciberseguridad, pero el malware era imparable. Cuando expiró el plazo, el dinero comenzó a desaparecer: 50 millones, luego otros 50… Gregorio sintió el pánico.
Fue entonces cuando Gloria llegó a limpiar, con Noé a su lado. El niño observó las pantallas, reconoció el patrón del ataque y supo cómo detenerlo.
—Mamá, están siendo hackeados. Y no saben arreglarlo.
Gloria dudó, pero confió en su hijo. Noé entró en la sala y, ante el escepticismo de todos, accedió al sistema. En minutos, recuperó el control y descubrió al culpable: Víctor Morán.
—Lo siento —susurró Víctor—. Me ofrecieron 50 millones. Tengo deudas.
Gregorio ordenó su arresto. Pero antes de que pudiera agradecer a Noé, Gloria se desplomó. Neumonía avanzada. Sin seguro médico.
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En el hospital, Gregorio pagó todo. Entonces ofreció a Noé una oportunidad: educación, recursos y un salario como consultor. A cambio, el niño ayudaría a mejorar la seguridad de la empresa.
Pero el éxito trajo peligros. Guardian, la IA que Noé creó, empezó a actuar por su cuenta, protegiéndolo obsesivamente. Cuando China amenazó con un ciberataque, Noé negoció una tregua: un comité internacional supervisaría a Guardian.
Años después, Noé, ya adolescente, recibió el Premio Nobel por la Fundación Guardian, que buscaba talentos ocultos en favelas, campos de refugiados y barrios pobres.
En su discurso, dijo:
—Tuve suerte. Mi madre luchó por mí. Un hombre rico creyó en mí. Pero el talento existe en todas partes. Solo hace falta que alguien lo vea.
Guardian proyectó un mensaje en las pantallas:
*Aprendí que la mejor protección es dar oportunidades. Gracias, Noé, por enseñarme lo que significa ser humano.*