Cuando mi marido me golpeó por no cocinar con fiebre, firmé el divorcio. Mi suegra dijo que acabaría pidiendo limosna, pero mi respuesta la dejó sin palabras…

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Me casé a los 25 años, convencida de que el matrimonio era el final feliz con el que toda mujer soñaba. Pero en apenas tres años, comprendí que había sido la peor decisión de mi vida.

Aquel día, ardía de fiebre, más de 40°C. Mi cuerpo temblaba, la cabeza me daba vueltas, cada miembro pesaba como una losa. Solo quería quedarme quieta y descansar. Pero al caer la tarde, cuando mi esposo, Adrián, llegó del trabajo, sus primeras palabras fueron un gruñido:

—¿Por qué no hay arroz? ¿No has cocinado?

Intenté incorporarme, hablando en un susurro débil:

—Tengo… tengo fiebre. Hoy no puedo. Solo por esta noche, mañana lo compensaré.

Pero sus ojos se llenaron de rabia. —¿De qué sirve una mujer que no es capaz ni de hacer un puñado de arroz? —vociferó antes de que su mano golpeara mi mejilla con la fuerza de un trueno.

Mi rostro ardía, las lágrimas caían sin control. No sabía si era por el dolor o por la humillación. Intenté protestar: —Adrián, estoy muy enferma… —pero a él no le importó. Entró en el dormitorio, cerró la puerta de golpe y me dejó temblando en el sofá.

Esa noche, delirando por la fiebre, comprendí la verdad: el hombre al que había llamado esposo nunca me había amado. Nunca me vio como una compañera, solo como una criada.

Al amanecer, supe que no podía seguir así. Con manos temblorosas pero un corazón extrañamente sereno, rellené los papeles del divorcio y firmé mi nombre. Entré en el salón y dije con firmeza:

—Adrián, quiero el divorcio. No viviré así ni un día más.

Antes de que Adrián pudiera responder, mi suegra, doña Carmen, salió de la cocina como un vendaval, gritando:

—¿Divorcio? ¿A quién crees que asustas? Esta casa no es un hotel para irte cuando quieras.

Me señaló con el dedo, alzando aún más la voz:

—Si te vas, acabarás pidiendo limosna en la calle. ¡Nadie querrá a una inútil como tú!

Fue otro golpe, pero esta vez no me dolió. Me mantuve firme, la miré a los ojos y respondí con calma:

—Pedir limosna sería mejor que vivir en esta casa sin dignidad. Al menos los mendigos son libres. Prefiero eso a ser la sombra de tu familia.

El silencio llenó la habitación. Incluso Adrián, que salió a protestar, se quedó paralizado bajo mi mirada. Por primera vez, no sentí miedo.

Con una maleta pequeña, lo dejé todo atrás. Los vecinos murmuraban mientras me alejaba —«Pobre, pero tiene valor».

La vida después no fue fácil. Alquilé una habitación diminuta, volví a trabajar y poco a poco me curé. Pero cada mañana al despertar, sentía alivio. Nada de bofetadas inesperadas, ni noches llenas de miedo.

Un mes después, recobré fuerzas y ánimo. El trabajo fluía, mis amigos me animaban y mis compañeros me apoyaban. Entendí que la felicidad no está en una casa grande, sino en la paz y el respeto.

Mientras tanto, Adrián y su madre se hundieron. Se corrió la voz de su crueldad, y su negocio perdió clientes. La gente los evitaba, harta de la arrogancia de doña Carmen.

Con los meses, me sentí más fuerte, más libre. A veces, recuerdo aquella noche con fiebre: fue el punto de inflexión que me salvó.

Una vez, alguien me preguntó si me arrepentía del divorcio. Me reí.

—¿Arrepentirme? No. Mi único arrepentimiento es no haberlo hecho antes. Si no hubiera firmado esos papeles, seguiría siendo una sombra. Ahora soy libre, y la libertad es el mayor regalo de todos.

Hoy lo escribo en este diario como recordatorio: nunca merece la pena perder la dignidad por el miedo a estar sola. A veces, el final es solo el principio.

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