Cuando me golpeó por no cocinar con fiebre alta, firmé el divorcio. Mi suegra gritó que acabaría en la calle, pero mi respuesta la dejó sin palabras…

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Me casé a los 25 años, creyendo que el matrimonio era el final feliz que toda mujer soñaba. Pero antes de cumplir tres años, entendí que había sido la peor decisión de mi vida.

Aquel día, la fiebre me consumía, superando los 40°C. Temblaba, la cabeza me daba vueltas y cada extremidad pesaba como plomo. Solo quería quedarme quieta y descansar. Sin embargo, cuando mi marido, Javier, llegó del trabajo al anochecer, lo primero que salió de su boca fue un gruñido:

«¿Por qué no está la comida lista? ¿Por qué no has cocinado?»

Intenté incorporarme, murmurando débilmente:

«Tengo… tengo fiebre. Hoy no puedo. Solo por esta noche, mañana lo compensaré.»

Pero sus ojos se encendieron de furia. «¿De qué sirve una mujer que ni siquiera puede hacer un plato de arroz?», exclamó, antes de que su mano golpeara mi mejilla con la fuerza de un rayo.

La quemazón en mi rostro se mezcló con las lágrimas que rodaban sin control. No sabía si era por el dolor o la humillación. Intenté protestar: «Javier, estoy muy enferma…», pero no le importó. Entró en el dormitorio, cerró la puerta de un portazo y me dejó temblando en el sofá.

Aquella noche, delirante por la fiebre, entendí la verdad: el hombre al que llamaba mi esposo nunca me había amado. Nunca me vio como una compañera, sino como una criada.

Al amanecer, supe que no podía continuar. Con las manos temblorosas pero el corazón extrañamente sereno, rellené los papeles del divorcio y firmé mi nombre. Entré en el salón y dije con voz firme:

«Javier, quiero el divorcio. No voy a seguir viviendo así.»

Antes de que él pudiera reaccionar, mi suegra, la señora Carmen, salió de la cocina con voz atronadora:

«¿Divorcio? ¿A quién crees que asustas? Esta casa no es un lugar del que se pueda salir así como así.»

Señalándome con el dedo, gritó aún más fuerte:

«Si te vas, acabarás mendigando en la calle. ¡Nadie querrá a una esposa inútil como tú!»

Fue otra bofetada, pero esta vez no me dolió. Me erguí, la miré a los ojos y respondí con calma:

«Mendigar en la calle sería mejor que vivir en esta casa sin dignidad. Al menos los mendigos son libres. Prefiero pedir limosna que ser la sombra de tu familia.»

El silencio se apoderó de la habitación. Incluso Javier, que se acercó para gritar, se quedó paralizado bajo mi mirada. Por primera vez, no sentí miedo.

Con una maleta pequeña, lo dejé todo atrás. Los vecinos murmuraban al verme marchar: «Pobre, pero tiene valor.»

La vida después no fue fácil. Alquilé una habitación minúscula, volví a trabajar y poco a poco me curé. Pero cada mañana, al despertar, sentía alivio. No más golpes, no más noches de miedo.

Un mes más tarde, recuperé fuerzas y ánimo. El trabajo fluyó mejor, mis amigos me animaron y mis compañeros me apoyaron. Comprendí que la felicidad no está en una casa grande, sino en la paz y el respeto.

Mientras tanto, Javier y su madre enfrentaron su propia ruina. Se corrió la voz de su crueldad, y su tienda perdió clientes. La gente los evitaba, harta de la arrogancia de la señora Carmen.

Con el tiempo, me hice más fuerte, más libre. A menudo recuerdo aquella noche de fiebre: fue el punto de inflexión que me salvó.

Una vez, alguien me preguntó si me arrepentía del divorcio. Me reí.

«¿Arrepentirme? No. Mi único arrepentimiento es no haberme ido antes. Si no hubiera firmado aquellos papeles ese día, seguiría siendo una sombra. Ahora soy libre, y la libertad es el mayor regalo de todos.»

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