Aquella mañana de otoño en Zaragoza el frío cortaba más de lo normal. El viento solía traer el aroma a café recién hecho de los bares, pero ese día solo traía silencio. Lucas Herrera, dueño de la funeraria Camino al Cielo, llevaba dos horas plantado en la capilla. Delante, un ataúd blanco parecía flotar en el aire. Dentro yacía Dani Martínez, un crío de nueve años que perdió su batalla contra la leucemia.
Lucas había visto de todo: entierros con orquesta, sin un duro, hasta alguno con pelea incluida. Pero jamás uno donde no apareciera ni el tato. El niño vivía con su abuela, la única que iba a verlo al hospital. Y la vida, cabrona donde las haya, se la llevó justo la víspera: un derrame la dejó en coma en el mismo hospital donde velaban al nieto.
Asuntos Sociales firmó los papeles. La familia de acogida que lo tuvo un par de meses lavó sus manos. La iglesia dijo que no oficiarían porque “no podían bendecir al hijo de quien traicionó a Dios”. Y la funeraria, aunque con el deber, estaba a punto de enterrar a Dani en una fosa común, con una placa que solo pondría “Nº 247”.
Lucas, tragando saliva, marcó un número. Solo se le ocurría un nombre: Rafa “El Zurdo”, líder de los Halcones del Ebro, un club de moteros de toda la vida. Habían coincidido cuando la mujer de Rafa murió de cáncer. Aquel día, cincuenta moteros escoltaron el coche fúnebre. Y ahora, Lucas sabía que solo él entendería esta mierda.
“Rafa, necesito un favor”, dijo con la voz como un hilo.
“¿Qué pasa, tío?”, respondió el motero, aún con el café humeando.
“Tengo un niño aquí… sin nadie. Ni un alma vendrá a despedirlo.”
Rafa apretó el móvil. “¿Huérfano?”
“Peor”, suspiró Lucas. “Es hijo de Jorge ‘El Sombra’.”
Bastaba el nombre. Todo el mundo lo conocía. Jorge, un tipo marcado por la cárcel, cumplía condena por un tiroteo en el barrio. Su cara salía en las noticias cada dos por tres. Y ahora su hijo iba a desaparecer como si nunca hubiera respirado.
“Ese niño no pidió nacer, Lucas. Dame dos horas.”
“Solo necesito cuatro personas para cargarlo…”
“Tendrás más de cuatro.”
Rafa colgó. Entró en el local del club, donde cuarenta y tantos tíos arreglaban motos o jugaban al mus. Se subió a una mesa:
“Oye, chavalés. Hay un crío de nueve años que van a enterrar como un perro porque su padre está en el trullo. Murió de cáncer. No tiene a nadie. Yo voy. No obligo a nadie. Pero si pensáis que ningún niño debería irse sin un adiós, quedamos en Camino al Cielo en una hora.”
El primero en levantarse fue El Abuelo: “Mi enano tiene esa edad. Cuenta conmigo.”
Charly dejó la carta en la mesa: “Yo también.”
Y Manu, con la voz quebrada: “Mi hijo tendría nueve si no fuera por ese maldito camión…”
Fue entonces cuando el Morsa, el más veterano, rugió: “Llamad a todos los clubs. Halcones, Diablos Rojos, hasta a esos cabrones de los Lobos del Norte. Que esto va de un niño, no de tonterías.”
Las llamadas volaron. Una hora después, Lucas no daba crédito. El aparcamiento de la funeraria temblaba con el ruido de doscientas motos. No cabían ni en tres manzanas. Tipos con chaquetas llenas de parches y chavalas con tatuajes hasta en las cejas llenaban la calle.
Cuando abrieron la capilla, el aire se cortó. Solo había un ataúd blanco y un ramo cutre del Mercadona.
“¿Y esto es todo?”, gruñó El Chino, un tipo que ponía cara de matar hasta a las abuelas.
“Las flores son del protocolo”, admitió Lucas.
“Que les den al protocolo”, escupió alguien.
Uno a uno, fueron pasando. Hombres que no lloraban ni cuando se partían un brazo dejaron juguetes, fotos, hasta una chaquetita de cuero con “Halquito de Honor” bordado.
Pero lo que partió el alma fue cuando El Calvo, de los Diablos Rojos, puso una foto gastada junto al ataúd:
“Este era mi Hugo. Se lo llevó la misma mierda de enfermedad. Ahora te cuidará, Dani.”
Lucas vio cómo hasta los más duros se limpiaban los ojos. Nadie conocía a Dani, pero todos hablaban como si fuera suyo.
De pronto, sonó el móvil. Era la prisión. Jorge ‘El Sombra’ se había enterrado. Quería saber si alguien había ido.
El Morsa agarró el teléfono: “Escucha, Jorge. Aquí hay doscientas personas. Tu hijo no está solo.”
Al otro lado, solo se oyó un grito ahogado. El tipo que no temía a nada estaba roto:
“Gracias… No sé cómo… Yo fallé.”
“Tu Dani preguntaba si aún lo querías”, dijo El Morsa. “Pues hoy, por él, te decimos que sí. Y él lo supo.”
Al cementerio llegó una caravana que hacía temblar el asfalto. La fosa común se quedó vacía. Entre todos juntaron quinientos euros en billetes arrugados y le compraron una lápida decente:
“DANI MARTÍNEZ
2016 – 2025
Nunca olvidado.
Nunca solo.”
Al día siguiente, los periódicos hablaban de “moteros con corazón”. Lucas recordó a su mujer y supo que había hecho lo correcto. Rafa y los Halcones volvieron a sus rutinas, pero algo cambió en ellos. Y Jorge, en su celda, rompió la soga que escondía bajo el colchón.
Porque aquel día, entre rugidos de motores y lágrimas de tipos duros, un niño se fue sabiendo que el mundo, a veces, no es tan jodido como parece.