**Parte 1: El Diablo con Traje de Domingo**
**Capítulo 1: El Calor y el Silencio**
¿Conoces ese calor que se te sube al pecho como una manta mojada? Así estaba Castilla aquel martes. El asfalto temblaba, lanzando ondas que hacían parecer que el horizonte se derretía. Los chicos y yo, Los Santos de Acero, llevábamos rodando desde el amanecer. Estábamos cansados, hambrientos y sedientos.
Paramos en “El Rincón de Paco”, un garito de carretera que olía a bacon quemado y café rancio. De esos sitios donde la camarera te llama “cariño” pero parece que podría tumbarte de un guantazo si te pasas. Nos instalamos en dos mesas del fondo, cascos sobre la mesa, riendo fuerte, soltando tacos. Nos importaba un bledo quién mirara.
Salí a fumar un cigarro mientras los demás pedían. Me apoyé en mi moto, una Softail a medida que es mi orgullo, y encendí el pitillo. Entonces lo vi.
El niño.
Estaba sentado en el bordillo, junto a un SUV negro brillante. Un Lexus. Impecable. Fuera de lugar entre nuestras furgonetas oxidadas y motos polvorientas. El motor estaba en marcha, el aire acondicionado a todo trapo, supuse. Pero el crío estaba fuera, con cuarenta grados a la sombra.
Me miraba. No como suelen hacer los niños, con admiración o emoción por las motos. Me analizaba. Como si estuviera calculando probabilidades.
Di una calada, solté el humo hacia el sol de justicia y le di un gesto con la cabeza. “Buena zapatillas, chaval”, gruñí, señalando sus Jordan nuevos.
No sonrió. Se levantó. Miró hacia el ventanal del bar, luego a los cristales tintados del SUV. Y empezó a caminar hacia mí. Rápido.
No parecía un crío abandonado. Estaba limpio. Demasiado limpio. Su polo metido por dentro. Pero al acercarse, vi que el sudor en su frente no era solo por el calor. Estaba pálido. Pegajoso.
Se plantó delante de mí. “¿Te has perdido, enano?”
Tragó saliva. Vi cómo le temblaba la garganta. Alargó una mano trémula y agarró el cuero de mi chaleco. Lo apretó tan fuerte que sus nudillos palidecieron.
“¿Sois… sois malos?”, susurró. Su voz era un hilillo, quebrada en medio.
Soltó una risita, tirando el cigarro. “Depende de a quién le preguntes. Mi madre dice que soy un santo. El guardia civil piensa que soy un dolor de cabeza. ¿Por qué?”
Se acercó otro paso, invadiendo mi espacio. Olía a colonia cara—demasiado adulta para un niño—y a miedo. Puro, agrio miedo.
“Necesito que hagáis algo malo”, murmuró.
Fruncí el ceño, perdiendo la sonrisa. “No te vendo tabaco, chaval. Lárgate.”
“No”, dijo, con lágrimas brotando al instante. “Eso no. Necesito que me llevéis. Por favor. Subidme a la moto. Marchaos. Robadme.”
**Capítulo 2: El Monstruo en el Aparcamiento**
El mundo se quedó en silencio. El tic-tac del motor enfriándose pareció detenerse. El chirrido de las cigarras en los matorrales se desvaneció. Solo escuchaba la respiración desesperada, entrecortada, de ese niño de diez años.
Me agaché a su altura. La broma desapareció de mi voz. “¿Qué has dicho?”
“Me va a matar”, dijo el niño. Hablaba rápido, las palabras se atropellaban. “Hoy no. Quizá mañana tampoco. Pero pronto. A él… le gusta cuando lloro. Y mamá ya no está.”
Se me heló el estómago. Una rabia fría, la que suele mandarme a la celda, empezó a hervir en las tripas. “¿Quién, chaval? ¿Quién te va a hacer daño?”
“¡Leo!”
La voz retumbó en el aparcamiento. Suave, autoritaria, profunda. Como la de un locutor de radio.
El niño, Leo, se estremeció tan fuerte que casi cae. Intentó esconderse tras mi cuerpo, apretando la cara contra el cuero de mi chaleco.
Miré hacia arriba. En la entrada del bar había un hombre. Alto, con un traje de lino claro que costaba más que mi moto. Un reloj de oro que reflejaba el sol. Parecía un abogado, o un político, o un cura. Tenía una sonrisa pegada a la cara, pero no le llegaba a los ojos. Sus ojos eran tiburones muertos.
“Leo”, dijo otra vez, acercándose con paso seguro. “Deja de molestar al señor. Tenemos horario que cumplir.”
No parecía asustado de mí. La mayoría de la gente ve el parche—una calavera mordiendo un pistón—y dudan. Este tío me miró como si fuera el servicio.
“Te está molestando, ¿verdad?”, rio el hombre, un sonido hueco. “Perdona. Tiene mucha imaginación. Siempre inventa historias. Vamos, Leo. Al coche.”
Leo negó contra mi estómago. “No”, gimió. “Por favor. No le dejéis que me lleve. Mira.”
Leo bajó el cuello del polo solo un centímetro.
Lo vi.
Marcas de dedos. Moradas y amarillas, rodeando su cuello. Señales de estrangulamiento. Recientes.
Y más abajo, asomando bajo el hombro de la camisa, la quemadura redonda y distintiva de un puro.
Una nieve roja cayó sobre mi visión.
El hombre estaba a tres metros, alargando la mano para agarrar el brazo de Leo. “He dicho que vengas, hijo.”
No pensé. No calculé. Solo reaccioné.
Me puse de pie, manteniendo a Leo detrás de mi pierna. Cuando su mano estuvo al alcance, no la estreché. La intercepté. Le agarré la muñeca.
Y apreté.
Sentí cómo crujían los huesos. Su sonrisa perfecta vaciló. “¿Perdona?”, dijo, su voz un tono más grave. “Suéltame. Ese es mi hijo.”
“Él dice que no quiere ir”, gruñí. Mi voz sonaba a grava en una batidora.
“Es un niño”, espetó el hombre, haciendo una mueca al aumentar la presión. “No sabe lo que quiere. Y tú, señor, estás agrediendo a un juez federal. ¿Tienes idea de la tormenta que te vas a ganar?”
Un juez. Fantástico.
“Me da igual si eres el Papa”, dije, acercándome, encima de él. “¿Has tocado a este niño?”
La puerta del bar se abrió de golpe. Mis hermanos, Los Santos de Acero, salieron. Olieron la tensión. Me vieron sujetando a un tipo por la muñeca. Vieron al niño escondido tras mí.
Rocco, mi Jefe de Armas, se acercó, con una hamburguesa a medio comer en la mano. “¿Problema, Oso?”
“Sí”, dije, sin apartar la vista del hombre del traje. “Este tío cree que se lleva al niño. Yo discrepo.”
El hombre nos miró, a los seis motoristas rodeándole. No se alteró. Solo sonrió con desdén. “Sois unos idiotas. No tenéis ni idea. Soltad al niño, hago una llamada, y os vais todos a prisión por secuestro. Así de simple.”
Miré a Leo. Él estaba llorando, esperando que flaqueara. Esperando que otro adulto le fallara.
Miré al hombre. “Llama a la policía”, dije. “Llama a la Guardia Civil. Pero este niño no te lo llevas.”
**Parte 2El juez se quedó sin palabras, pero antes de que pudiera reaccionar, una multitud de vecinos del pueblo, alertados por el ruido, salieron del bar y rodearon al niño como un muro humano, decididos a protegerlo pase lo que pase.